martes, 12 de mayo de 2020

La muerte de un viajante

Para comenzar voy a hacer una aclaración y así alejarme de posibles malos entendidos: esta no es una renuncia a la vida o un deseo de muerte. Por ahora el título del post habla de que esta viajera está encallada en su ciudad de origen, de vuelta en la casa materna (donde siempre la reciben de brazos abiertos y donde descansan los libros) y en medio de una cuarentena por una pandemia que le impedirá viajar por un tiempo aún indeterminado. Ahí vamos.

Tengo un abuelo que pasa los 95 años es un hombre muy religioso y conservador, que no ha salido mucho de su lugar de origen, que dedicó los días de su vida a trabajar en múltiples tareas (las que exigiera el momento y la oportunidad), cuyo tesoro más grande son sus ocho hijos con la descendencia que traen y una volqueta que proveyó el alimento para la casa (de esa dejo fotito). Siente que sus días de vida se vienen agotando y tiene miedo. La muerte en una cultura como la nuestra fue enseñada como una tragedia, el final, el momento del juicio donde ponen en una balanza tu vida y deciden si vas a un cielo (que pinta medio aburrido) o un infierno de eterno dolor y sufrimiento.

Tan apegado a esos conceptos ¡claro que debería estar asustado! Yo también lo estaría.
Nos metieron culturalmente en la cabeza una versión de la muerte muy particular y trágica, cuando es algo tan natural, que hace parte del contrato que firmamos al nacer.  Es un misterio la fecha, las causas, la manera, las circunstancias y además el pensar lo que se deja atrás, los adioses pendientes, las cosas que no se llegaron a realizar.
Esas visiones tremendamente aferradas y enseñadas generación  tras generación hacen más difícil la despedida de alguien a quien amamos, cuya presencia va a dejar de existir con la nuestra, cuyas palabras se van a secar para siempre, cuyo ser va a dejar de ser compañía de la vida de la que nosotros aún respiramos. A eso se le suman las dudas humanas y naturales desde el principio de los tiempos ¿A dónde irá? ¿A dónde iré yo?, en palabras de Hamlet "aquel país desconocido de cuyos límites ningún caminante retorna", y por último la mentalidad occidental de poseer y no dejar ir, de querer que todo se quede con nosotros, de ver como una pérdida lo que no podemos poseer, la imposibilidad de entender que todo está continuo cambio, el terror a no controlar y a ser simples espectadores, después de creer toda la vida que somos demasiado importantes como humanos, creernos la versión de ser la raza dominante sobre la tierra.
Todas estas ideas se nos revuelven en un momento como el que estamos pasando como humanidad.

Un virus invisible que se extiende con rapidez y que tiene múltiples comportamientos en los contagiados (desde los que pasan desapercibidos hasta los mortales), una situación que congela la vida como la conocíamos, que nos replantea la concepción de tiempo y espacio a todos, y que nos invita constantemente a temer, a posiblemente morir o ver morir a la gente más querida.Este revuelto de temas me ha estado rondado la cabeza por varias semanas, he intentado componerlo de una y otra forma para explicar la manera en la que los viajes han cambiado mi visión sobre la muerte. Después de haberme decidido un día a cambiar el camino elegido (trabajo, país, casa, etc.), viajar me dio la mayor libertad de mi vida, y lo que para mí hoy representa el mayor logro: No temerle a la muerte.

No es que quiera morir (aún hay muchas cosas que quiero hacer y lugares que conocer) pero me siento preparada y tranquila para el momento en el que pase. ¿Por qué? Porque en gran medida he logrado cuestionar lo que se me dio como verdad absoluta, me he lanzado a conocer países de los que no sé el idioma, tengo amigos en muchas partes del mundo y aún conservo el contacto, he nadado con delfines y tortugas, escuchado el canto de las ballenas, visto las pirámides, caminado por Machu Picchu, visto pingüinos, me he enamorado y he sufrido desamor, rechazos, aceptaciones, he comido platos extraños y aprendí a cocinar mis propios platos (cosa que nunca pensó mi familia que pasaría), he conversado con pescadores, aprendí a usar una cámara fotográfica, he leído, escrito, aprendí a tocar ukelele (o al menos lo intento), veo a mis sobrinas crecer y tengo el privilegio de ser madrina dos veces.
Diferente sería si me hubiera quedado en la rutina de una vida de casa y oficina sin ningún cambio que me hiciera temblar el piso; aún recuerdo esos días en los que no sabía qué era vida y en los que sentía que me faltaba todo, los días en los que temía aún más que la muerte me llamara. Esto no significa que todos deberíamos tomar la decisión, pero sí, en lo posible, buscar el camino que nos traiga satisfacción y disfrutarlo (a veces algo tan simple no lo buscamos, no lo preguntamos).
A días de cumplir dos meses de confinamiento, me doy cuenta que desde el estallido social en Chile en octubre del año pasado, todos mis planes (los que tenía tan ordenaditos) se han venido aplazando, cancelando, quedando estancados, y entonces es buen momento para entender que no hay nada realmente en mi control y que adaptarse como cualquier especie es el llamado, redefinir el concepto de cautiverio y hogar, repensar el derecho a la vida (no solo humana), aceptarnos a veces como simples espectadores, intentar lidiar con la frustración, la tristeza, el miedo, la desilusión, el terror, la ansiedad, la depresión... y, lo más importante, entender que esta no es una pausa de la vida, sino la vida misma en este momento.
Pocos sobrevivientes de anteriores pandemias quedan, somos nuevos en esto, no entendemos lo que va a pasar. Tal vez este es un tiempo para darnos el chance, el tiempo de pensarnos, de llorar, de angustiarnos. Para tiempos nuevos, medidas nuevas, menos juicios, más empatía, menos afán. ¿Y si este es el momento histórico para preguntarnos y cuestionarnos todas esas cosas que se veían como verdades absolutas? ¿Si es momento de reorganizar prioridades?

Mientras tanto, esta viajera que siempre se identifica con Drexler cuando dice "hay gente que es de un lugar, no es mi caso, yo estoy aquí de paso", va ahora a concentrarse en la canción que dice "calma, todo está en calma... deja que el tiempo cure" y hará lo que pueda cada día, se permitirá a veces "perder el tiempo", a veces sentirse perdida, a veces llorar, a veces castigar a los vecinos cantando y tocando ukelele desde el balcón, a veces no querer hablar con la gente que más quiere, a veces ser la persona más dulce, tratará de no frustrarse por no escribir, hará daños en sus paredes, cocinará cosas nuevas y disfrutará de los días en los que vaya a hacer la compra, dejará de juzgarse por no estar produciendo tanto material literario como debería en condiciones "perfectas", seguirá leyendo.
Voy a aprovechar este tiempo para seguir siendo feliz por haber nadado con delfines (aunque mi abuelo dice que él los ha visto en la tele y no ha tenido que salir de casa) y esperando a ver jirafas en su ambiente natural.

jueves, 5 de marzo de 2020

Razones para odiarme


Voy a pedir por adelantado una disculpa por centrar tanto este post en mis experiencias personales (y van a ver un montón de fotos incómodas mías), busco que otras personas se sientan identificadas con el sentimiento. Y, ahora sí, empecemos:
¿Mienten las fotos? Hace pocos días estaba revisando las fotos de Foz do Iguaçu y me encontré con una que no reflejaba en absoluto lo que estaba sintiendo (una emoción embriagante, un cansancio feliz, un asombro renovador). Me veo incómoda, con los hombros tensos, como si las manos me sobraran. Incluso la expresión en la cara puede ser de aburrimiento, timidez. Entonces recordé que fue una foto que le pedí a una desconocida y que otros turistas más se quedaron observándome mientras esperaban su turno en el punto. Estaba haciendo algo que no se me da bien: posar. En cuestión de segundos todas mis inseguridades estaban danzando, mi estima propia se perdió... este es un tema me sigue tomando tiempo de vida.
Desde niña me han enseñado a odiarme y creo que aprendí muy bien la lección.
Era muy chiquita cuando me decían que mi pelo era demasiado delgado, muy liso, baboso, que no se dejaba peinar. Me molestaban porque prefería usar una gorra para salir a jugar, en lugar de hacerme las tortuosas trenzas que todas las niñas de mi edad se hacían y después admiraban felices frente a un espejo; me llevaban engañada al peluquero y varias veces tuvieron que sostenerme para que me dejara cortar el pelo en moda totuma. Crecí, mi pelo cambió y empezaron a resaltar que era demasiado desordenado, muy rebelde, me preguntaban si no me peinaba, o me daban consejos no solicitados para manejarlo y verme más presentable. Ahora me hago la keratina para que se mantenga "decente" y evitarme así comentarios (además de mis propios juicios al verme en el espejo cada día).
Desde que lo recuerdo tengo dermatitis, principalmente afecta mis manos (por las que me han llamado "viejita" desde muy niña). Sabía que era diferente, pero era para mí como un súper poder, hasta que en segundo de primaria la profesora me tomó de la mano y me preguntó qué tenía en las manos. Dermatitis atópica, contesté orgullosa de saber el término técnico, entonces ella me soltó la mano y se la limpió con el delantal haciendo un gesto de desagrado. No se contagia, agregué, pero no me volvió a tomar la mano. Han pasado años y la gente me sigue aconsejando cremas, tratamientos, dermatólogos para que mejore, mientras llevo casi toda mi vida intentando convivir con una enfermedad que me ha causado problemas de autoestima. Sí, he tenido días en los que he decidido no salir de la casa porque no quiero que me vean con un color rojo intenso alrededor de la boca, o una roncha en el brazo (en los mejores escenarios), porque no quiero que me miren en la calle o me hagan preguntas, porque no quiero ir por el mundo tratando de ocultar una mancha que no pedí y que además me produce escozor y ardor a veces insoportable.
También me como las uñas inconscientemente, sobre todo en momentos de tensión. No lo hago por gusto, y sí, preferiría no hacerlo, pero no es un acto voluntario y tampoco ha funcionado dejarme en ridículo públicamente, la vergüenza por años solo me causó más ansiedad y menos ganas de estar entre desconocidos u opinólogos. Puede ser un tema de disciplina y autocontrol, pero no lo he superado por mis propios medios, ni por arreglarme las uñas, quererme más, ponerme esmaltes, o picantes en los dedos. Esta costumbre, sumada con la dermatitis, ha hecho que toda la vida intente esconder las manos. Cuando menos lo pienso me doy cuenta de que las tengo apretadas, tensionadas o escondidas en los bolsillos.
También recuerdo que en mi juventud y adolescencia se me metió en la cabeza que estaba gorda y tenía panza (viendo fotos me doy cuenta de que no era así) y noto que la misma concepción sobre mí misma no ha cambiado en tantos años. Y aunque sé que es normal tener algo abultadito el vientre (en especial porque no me ejercito aplicadamente), pareciera que un mensaje poderoso me hace rechazar mi cuerpo de manera constante. No me siento cómoda en vestido de baño y nunca pude ponerme una camiseta corta o un pantalón descaderado sin estar incómoda. A eso le sumé las criticas constantes sobre mi color de piel demasiado blanco y los senos que empezaron a crecer cuando mi mente todavía estaba sumergida en la niñez.
Por esas razones usé (y a veces uso) ropa muy holgada intentado ocultar mi cuerpo. Ahora, esto de usar ropa más grande tampoco me salvó de las criticas, porque resultó que me vestía como un hombre, sin clase y no aprovechaba mis atributos (como si fuera una obligación mostrarse para buscar aceptación masculina o la admiración femenina). Por esa misma línea comenzaron las críticas: no me maquillaba ni usaba accesorios más femeninos (lo cual tampoco entendí nunca, nunca me llegaron las ganas de jugar a maquillarme y siempre sentí que los tacones son una tortura).
Ojalá ahí se detuvieran mis inseguridades, pero también me es difícil sonreír, tengo los dientes demasiado grandes y pasar por 8 aparatos antes de los brackets y un montón de líos odontológicos con lo que aburriría a grandes y a chicos.
Para agregar ironías a la vida, el mismo año que me pusieron los brackets, me recetaron las gafas y la televisión Colombiana estrenó Betty la fea (y yo ya era la ñoña del salón).
Con las gafas (que me encantaron desde el principio) vinieron los comentarios de: busca unos lentes sin marco que no se noten, no les pongas color, mejor ponte lentes de contacto, cómo vas a dejar de mostrar tus ojos, te ves mejor sin gafas.
La lista de cosas que odio de mí puede seguir de manera indefinida, como el miedo de tener demasiado pelo corporal para ser una mujer (que me llevaron a los cinco años a cortarme con una máquina de afeitar que no sabía utilizar), las cejas desordenadas, tener juanetes (porque siempre ando descalza), el pie plano y demasiado grande para mi estatura, las piernas llenas de cicatrices porque no hacía otra cosa que caerme en mi niñez (la mayor de las preocupaciones de mi abuela, quien soñaba que algún día me convirtiera en reina de belleza), caminar como Tommy (de Rugrats), las piernas muy gordas, el brazo de tía, el bultito de la tiroides demasiado pronunciado, la nariz muy pequeña, etc.
Todo esto no es para que se sientan mal por mí, me atrevo a pensar que no soy la única con problemas de seguridad, pero sí quiero contarles lo mucho que me ayudó a viajar. Desde el primer viaje aprendí a agradecer las ventajas de mi cuerpo (en tamaño, por ejemplo), o lo resistente que es para caminar muchas horas.
Viajando empecé a tomarme fotos y compartirlas en las redes sociales me hizo sentir mucho más segura de mí misma (y además es lindo cuando alguien te hace un comentario halagador).
Viajando aprendí a aceptar diferentes tipos de belleza y poco a poco voy reconociendo y apreciando la propia (que no es la más común de todas, ni la más femenina, pero es muy la mía). Viajando empecé a entender que los estándares que nos ponen en la sociedad son demasiado difíciles de llevar e imposibles de alcanzar, los ideales están para hacernos un poco infelices todo el tiempo. Por otro lado, descubrí que los estándares no son iguales en otros lugares del mundo, lo cual hace que no sea una verdad universal (sí, parece un concepto básico, pero una cosa es saberlo, y otra entenderlo).
También aprendí a usar las fotos como un reconocimiento de mi paso por los lugares, como una forma de recordar lo que aprendí en cada lugar, la emoción que sentí, lo que viví, la gente que conocí y lo que me enseñó sobre la vida. Los ojos cansados, los bronceados (que en mí son leves y poco duraderos), lo mucho que me dura la ropa, los recuerdos que llevo conmigo.
Viajar, amigos, me permitió ver con naturalidad a las mujeres que deciden no depilarse y no pierden su esencia (que en muchos casos es la feminidad), me llevó a ver hombres que deciden depilarse y no pierden su identidad, mujeres que andan mostrando los senos en la playa sin temor a ser juzgadas o acosadas, otros muchos que lucen tipos de piel diferentes sin sufrir discriminación o incluso condiciones en el cuerpo y en la piel y se sienten seguros de ellos mismos.
Poco a poco me voy aceptando un poco más, a mí, como mujer, a las líneas de mi cara que van marcando mis expresiones más usuales, a las canas de que de vez en cuando empiezan a decorarme los treinta, sigo amando mis lentes y los siento parte de mí, reconozco ahora los lunares y pecas que cubren mi piel como una característica que me hace reconocible.
Viajando he conocido gente que me aprecia por lo que soy y me ayudan a desaprender todo aquello que me han repetido toda la vida como verdad absoluta.
Viajando estoy superando mi miedo a hacer videos, a tener una voz horrible, a verme ridícula en una cámara.  La aceptación propia de lo que soy me ha ayudado, si no a curar, sí a controlar evidentemente la dermatitis. A los viajes les debo el iniciar el proceso consciente de dejar de odiarme, empezar a amarme, de rechazar los estándares sociales de lo que debería ser, de dejar de criticar a los demás por cómo lucen o por cómo actúan. Sí, queda un camino largo, pero un inicio es ser capaz de aceptarlo, e incluso hacerlo público en este blog.
El peor miedo que me ha heredado la sociedad en la que crecí es que los demás me vean de la manera en la que yo misma me veo y viajar es mi manera de rebelarme contra todo aquello que aminora y me impide ser quien soy, aceptarme y quererme.