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Mi lugar favorito: Miyajima y por qué los japoneses se quitan los zapatos

Miyajima, la isla cerca de Hiroshima. Miyajima,
mi sitio favorito en Japón. ¡Miyajima es el sitio más asombroso! (Al menos en mi recorrido). A pesar de recibir una gran afluencia de turistas, se mantiene todavía como un pueblo tranquilo y conservador. Algunas de las casas todavía tienen la estructura de antaño, como en el guest house en el que nos quedamos. El mismo incluso tenía un onsen privado, cuartos al estilo japonés con futones y paneles para dividir ambientes.

La sala de Jun, el dueño de la casa, está repleta de representaciones de Japón en todo su esplendor; además de tener una larga variedad de objetos en venta (como la yukata que le compré a mi mamá), tenía también símbolos del país y de la ciudad, fotos, peluches de Totoro, manga, juguetes japoneses. A su casa, obviamente, como en muchos lugares, no se puede entrar con zapatos. Una vez que una plataforma parece más alta que el suelo, ahí no se pueden usar zapatos casi como regla general.

Pero desviémonos un poco de la historia de Miyajima para ver por qué los japoneses se quitan los zapatos al entrar en la casa. Y son muchas las razones. La primera es que ellos construyen la casa unos centímetros sobre el suelo: es un diseño muy típico de estas regiones, y lo hacen para mantenerla a salvo de la humedad y otras dificultades que puede traer la naturaleza. También lo hacen porque de esa manera se respeta a la casa (en especial cuando se es solo un invitado) y el silencio de la misma. Funciona de igual manera con la limpieza a la que están muy acostumbrados.  
Algunos dejan zapatillas cómodas para los invitados en la entrada, en el baño e incluso en la ducha. Y esta es la siguiente palabra de la explicación, la comodidad. Los pisos, usualmente de madera, con esteras o con tapetes;
son tan cómodos que ahí hacen todo. En un cuarto donde comen, pueden perfectamente dormir en la noche con algún futón que tengan guardado en un armario cercano y si en el piso comen y duermen, no sería muy lógico pisar con los zapatos de afuera, se vería como una falta absoluta de respeto.
 Ahora, en los templos sucede igual, no se usan los zapatos por respeto, una muestra de humildad también. Tiene mucha lógica que se pueda comparar la casa con un templo como lugar de reunión, de paz y de tradición. Quitarse los zapatos también habla de un momento de detenerse, de descansar, de cambiar de situación. Qué mucho nos falta a los occidentales de estas costumbres. Qué bien que nos harían.

Ahora sí, comencemos desde el principio. A Miyajima se llega desde Hiroshima y en Ferry de la línea JR. Por aproximadamente 15 minutos se ve alejarse el ferry de la gran ciudad de Hiroshima y llegar al monumento muy conocido de Miyajima: El santuario de Itsukushima o la puerta flotante de Torii.
Esta estructura de 16 metros  ha sido varias veces reconstruida pero parece que la primera viene del siglo VI. La que está actualmente erigida es de mitad del sigo XVI con un diseño del siglo XII, o sea, no es muy joven tampoco.  Los fondos llegaron de Taira no Kiyomori, un señor de la guerra, quien agradecía a los dioses a quienes él sentía que les debía su éxito en la vida. A través de ella se puede ver el sol ocultarse (no fue mi caso, me tocó nublado, pero las fotos son hermosas).
Hay un hecho muy curioso con este increíble santuario, y es que se puede caminar debajo de él en las horas de baja marea (en la mañana hasta aproximadamente las 2 de la tarde aunque depende de muchos factores). El caso es que en las horas de marea alta está cubierta de agua, y el templo que queda al lado está adaptado para lo mismo. En ese templo se encuentra un altar principal para el dios del lugar, pero hay muchos altares “secundarios” que guardan dioses “foráneos”, o más bien, dioses que no son locales.

Una vez hicimos el desembarco del ferri, tomamos rumbo al hotel porque deseábamos descargar las
maletas bastante llenas en este momento del viaje (y es que yo, por ejemplo, no puedo dejar el portátil por cuestiones de trabajo y no puedo dejar la cámara por cuestiones de pasión, así que ahí ya va media maleta y como 10 kilos), y además de ellos ya habíamos hecho varias compras de obsequios para la familia (y eso que no compramos mucho por cuestiones de presupuesto y espacio, pero cosas pequeñas van sumando).
En el camino nos encontramos una cantidad hermosa de siervos paseando y acercándose a la gente en busca de comida (no estoy muy de acuerdo con el tema de que se acostumbren a esta vida, pero cada vez que uno los ve acercándose y
chillando de manera tan particular, es para derretirse). Las tiendas de souvenires son mucho más baratas que en otro lugar en Japón de los que conocí y ofrecen muchas cosas típicas de la región, como la cuchara de palo con la que arreglan el arroz (este es el símbolo de la región), y por todo lado se puede ver que ofrecen la anguila con salsa de soya y sobre cama de arroz como su plato típico (eso y ostras, de ellas no puedo hablar porque no me atraen demasiado).

A medida que uno se adentra al pueblo empieza a ver casas hermosas y gente sonriente, un río de estudiantes a quienes les están enseñando el lugar (esos mismo que detienen a los extranjeros para hacerles consultas sobre sus motivos para viajar a Hiroshima) y están vestidos de tal manera que evocan todas las series de anime de la niñez. Así llegamos al “guesthouse” del lugar, Mikuniya. Nos atendió Jun, quien administra la casa junto a su papá. Fue muy amable preguntando de dónde veníamos, y aunque no estaba incluido, nos ofreció desayuno muy variado para el otro día, que iba desde cereal variado hasta noodles y muchas bebidas y snacks a cualquier hora del día, además de comida congelada a muy buen precio en caso de que no haya otra opción y los cobros de cada objeto (y como uno no está acostumbrado), los hace dejando una caja donde se pone el dinero (así, sin que nadie vigile… ¡Nos falta mucho!). Nos enseñó toda la casa de corte muy japonés (como ya les conté), además renta gratis las toallas y las sombrillas (y cuando nos fuimos me preguntó si tenía sombrilla y al saber que no me regaló una que terminó en un restaurante al amanecer en Osaka, pero esa es otra historia que ya contaré).  

Toda la pequeña isla está repleta de templos y parques para visitar, pero puedo decir que aquí vi mi favorito: el templo Daishoin y fue mi favorito porque a pesar de que recibe muchos visitantes, se mantiene muy sereno. Tiene las 7 deidades de Japón y una cantidad de Budas por doquier con gorritos y bufandas y en diferentes actitudes y posiciones, y podría decirse que estados de ánimo. Además otros dioses en serie con diferentes peticiones, y varios santuarios para dejar peticiones y deseos a lo largo de todo el recorrido. El río pasa al lado y el templo se encarga de dejar varias fuentes corriendo en medio de los pozos y bosquecitos; esa combinación crea un estado de paz completa que me obligó a volver al siguiente día cuando ya teníamos que seguir con el recorrido a Takayama. Afortunadamente volvimos porque habíamos ignorado un lugar escondido bajo tierra: imagínense entrar en lugar completamente oscuro (a veces se choca uno con el de adelante y a veces lo choca el de atrás: completamente negro). De vez en cuando se ve una luz de un color diferente al anterior, y es que cada luz trae su sentimiento. Y entonces recuerdo que siempre estamos atestados de imágenes, de colores, de música, de charlas, de videos, de juegos, y qué poco tiempo nos queda para no ver, para no escuchar, para
estar con nosotros mismos y meditar. Qué cómodo se siente uno cuando vuelve a ver una luz y vuelve a apreciar las ventajas de ver.

Para poner una cereza en el pastel, resulta que a la salida de los santuarios, se encontraban unas tiendas con vendedores y artesanos. Ahí una mujer nos conquistó. Primero intentaba saber de dónde éramos, y apoyada de su vecino, que sabía un poco más de inglés, nos preguntaba cosas sobre nuestra vida y país. Nos regaló caramelos de naranja, y me permitió probarme todas las yukatas. Luego de unas compras mínimas nos
marcó las bolsas con una maestría infinita (la escritura tradicional la realizan con un pincel) y nos pidió una selfie para recordarnos, y nos llenó de caramelos y regalos extras para que no la olvidáramos. A su vecino y tallador en madera no pudimos comprarle las maestras obras que ofrecía, pero nos despedimos de él con el cariño de viejos conocidos, y esas sonrisas que tanto nos enamoran de la gente de Japón.

Y con todo y lo encantadora que ya resultaba ser la escena de la isla, se encuentran por doquier una especie de galletas (o ponquecitos, porque son suaves), los "momiji manju", en forma de hoja de maple y rellenas de los sabores que se puedan imaginar. Desde muchos lugares de la isla también es posible ver la Pagoda de 5 secciones con una iluminación imperdible en la noche.
Miyajima es una pequeña isla repleta de santuarios, restaurantes, parques naturales y siervos. Recorrerla en dos días es más que posible, pero de volver quisiera quedarme más. 

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