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Azúcar y viento

La arena del desierto tiene pocas huellas, el viento las borra muy rápido. De vez en cuando unas huellas de moto, algunas de carros que pasaron recientemente, y las nuestras que iban muy de paso por el lugar... seguro se borraron minutos después. 
A lo lejos, se veía el prometedor Pilón de Azúcar, muy merecedor de su nombre. (¿Quién le pone el nombre a los sitios?) Una montañita con un color claro en la punta, allá llegaríamos pronto, después de pasar el calor y el viento que me hizo casi imposible la peinada por varios días. 
El pilón de azúcar le agregó colores al paisaje, un azul intenso que se suavizaba llegando a la orilla me sorprendió. Paramos a descansar a la sombra mientras bajábamos el calor, antes de empezar a subir la montañita. Compramos dos gaseosas a una mujer Wayuu con la cara pintada y que además tejía mochilas con mucha habilidad. Su sonrisa sincera carente de los dientes de enfrente también ayudó a refrescarnos, qué tranquila y segura se veía, qué suelta al hablarnos, al ofrecer los productos y preguntarnos si necesitábamos transporte de

vuelta para llamar a su primo (todos son primos de todos en el lugar). Una mujer hermosa de la que nos despedimos después de pasar el cansancio de la caminata por el desierto.
Si yo había pensado que hasta el momento el viento era fuerte, es que no me esperaba lo que venía. El viento en el Pilón me hacía retroceder, me movía sin piedad (y no, no le tengo miedo a las alturas, pero que uno sienta empujoncitos a esa altura, aterra a cualquiera). Sacar la cámara me costó bastante esfuerzo, sentía que se iba a volar, seguramente lo que se fuera con ese viento podía estar en unos minutos en otro continente (estoy exagerando, ya sé). 
De la nada salió un pequeño de uno de los lados de la montaña, nos sorprendió verlo escalar como una cabrita con un sombrero puesto (¡¡el sombrero no se le volaba!!), traía una cachucha de los Yanquis de NY y preguntaba si era nuestra. Le dijimos que no, y entonces nos ofreció sus servicios, abajo en la segunda enramada estaba su tienda con cerveza y gaseosa muy fría. Ahí nos veríamos, le dijimos, mientras bajábamos cautelosos y él se adelantaba con paso firme, con el paso de los que saben cómo caminar. 
Cuando bajamos, muchos minutos después que Simón, así se llama el niño, viví el momento más mágico de todo el viaje. Lo vimos con los brazos abiertos cantando un vallenato que parecía originarse en su alma. No necesitaba público para extender los brazos, sabía lo que quería cantar y lo expresaba sin ningún miedo.
Nos acompañó la bebida con pequeñas historias, con la certeza de que con su trabajo apoyaba a su familia. No, no pensaba irse a la ciudad, él sabe que es guajiro, él entiende que ése es el lugar al que pertenece. Son estos hermosos momentos de la vida, cuando un niño te hace reflexionar sobre las convicciones más básicas de la vida. Mi raíces... ¿las tengo? ¿Las aprecio? En los últimos meses con tanto politiquero de oficio, con tanta corrupción y la evidente falla de la democracia se me olvidan las raíces, el lugar al que pertenezco. Este niño me devolvió la fe, la convicción. Me considero ciudadana del mundo y se me olvida que fue en estas tierras manchadas de sangre, donde mi mamá se crió subiendo árboles, y donde me dejó a mí correr libre por el pasto. Unos cuantos de mala voluntad no pueden arrancarme lo que por generaciones Colombia me ha dado.
Cuando vio mi celular, me pidió el favor de que se lo dejara ver. Aprendió muy rápido cómo usarlo y empezó a ver las fotos. Sus amigos, o más bien los compañeros de trabajo de las otras enramadas, fueron a verlas también. Ninguno de ellos se sorprendió por las fotos de ciudad, por las comodidades de la capital, se detuvieron en las fotos de personas y preguntaban, ¿tu mamá? ¡Qué hermosa!, ¿tus sobrinas? ¡Qué lindas! Y, bueno, ¿qué mejor regalo que la lección de estos niños sobre lo que de verdad importa? 

Quiero hacer un posdata al post. Algo bien notorio en la Guajira es que la gente se siente pertenecer a
esta comunidad, no a Colombia. Cuando llegamos a Camarones el Chino nos comentó que Andrés Cepeda había estado hacía poco en la Guajira porque la Voz Kids la había ganado un niño, pero no estaba seguro de si el niño era colombiano. Las placas de los carros son diferentes. Ellos han creado una nueva comunidad, y ¿cómo cuestionarlos? Un gobierno que los ha abandonado por décadas, que los ha desprotegido obligándolos a crear sus propios sistemas, a pasar necesidades por culpa de la corrupción. Han volteado la cara e ignorado la muerte de los niños a causa de desnutrición... y esa misma situación, creo yo, es la que, en lugar de inyectarles las ganas de partir, les aumenta el sentido de pertenencia. Curioso, ¿no?

2 comentarios:

  1. Cual fue la ruta que hiciste en estos lugares?

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    Respuestas
    1. Hola Lucho! La voy contando de a poquitos. En los anteriores post puedes verla más clarita, pero voy a montar mapita para que esté más clara. Un abrazo.

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