domingo, 28 de febrero de 2016

Invasión

Llegamos a Palomino y preguntamos en la carretera, a los lugareños, cuál era el mejor lugar
para quedarse a dormir. Nos recomendaron Finca Escondida (a donde llegamos en moto por $3000 o si no hubiéramos estado tan cansados y cargados, 20 minutos de caminata) porque quedaba al lado del mar y la zona de acampar era cómoda y hermosa. Por $20000 pesos por persona al día que incluía los servicios de agua dulce, y además nos dieron la oportunidad de alquilar un colchón inflable por $10000 durante toda la estadía.
Todo el tiempo, para los huéspedes, el lugar tiene café y té gratis. También tiene hamacas y sillas mirando hacia el mar, además de eso, en la recepción se puede encontrar una amplia oferta de actividades, pero, devolvámonos un poquito.
Cuando llegamos ya la hora se acercaba a las siete de la noche y todo estaba muy oscuro.
Llegamos a la recepción de Finca Escondida y nos recibió una mujer de acento curioso. Una venezolana sonriente y muy amable.
Nos explicó precios, horarios, nos indicó de los Lockers (por la disponibilidad le preguntó a un francés que también trabaja en el lugar).
De vecinos de carpa teníamos a una pareja de alemanes ( les dejo el link de su facebook por si quieren ser testigos de las aventuras de ellos: https://www.facebook.com/stefan5c100c/?fref=ts) que viajan por el mundo en un Mercedez, un hombre de Trinidad y Tobago, estadounidenses,
un francés y una cantidad más de personas, muy poco colombiano, eso sí.
Después nos dirían que la dueña del hotel era una italiana, y que todas las tierras alrededor eran terrenos comprados por extranjeros en su mayoría. La noticia me dio un poco de tristeza, hay mucho que pensar en el asunto. Para los extranjeros es muy fácil venir a Colombia y hacer negocio, todavía somos muy amables (digamos), con el extranjero, y para ellos, con el cambio de moneda les es muy fácil venir y quedarse aquí, además, quién no querría quedarse a vivir en un paraíso semejante. Pero más que preocuparme las
facilidades de los otros para invertir, me preocupa la poca inversión de los colombianos, las posibilidades de dar a estos lugares el tratamiento adecuado. Ahora me pregunto si es una cuestión solo de posibilidades económicas, o también de cultura, de visión. ¿Nos enseñan estas cosas a nosotros? ¿A adaptar lugares? El turismo, con todo y todo, me parece todavía muy dormido en nuestras tierras, ¿tienen que venir de afuera a sacudirlo?
Bueno, voy a parar la cuestionadera un rato para contarles la hermosa experiencia que tuvimos al despertarnos. Una cantidad de gente estaba
estacionada en una parte particular de la playa, muy cerca a Finca Escondida. Cuando nos acercamos encontramos una fundación dedicada a la conservación de las tortugas lista para liberar muchas de ellas.
El encargado aclaró que las playas de Palomino eran un lugar privilegiado y elegido para desovar. La arena en la que las tortugas ponen sus huevos debe estar suelta, la compacta no la usan. Los huevos son enterrados apenas un par de centímetros en la arena por lo que si un humano pisa la misma arena, destruirá los huevos sin
darse cuenta. Invasores que somos los humanos.
En resumen, los que juegan en la playa voley, los que trotan, los vendedores, todos, son un riesgo para las tortugas que siguen llegando a la playa a dejar a sus pequeños. Ni siquiera el 10% sobrevive, y esta fundación se dedica a llevarse los huevos antes de que los pisen, a darles las condiciones indicadas para que nazcan, y luego, a una edad adecuada las llevan al mar. En tanques llevaban a las pequeñas y una vez que llegaron los medios de comunicación y las personas de la comunidad Wayuu que apoyan la supervivencia de las tortugas, dieron paso a los niños para que tomaran una por una a las pequeñas criaturas y las pusieran en el mar.
Cuando las ponían en dirección contraria, las pequeñas se volteaban y empezaban a caminar hacia el mar (bueno, en su gran mayoría, otras muy pocas parecían poco interesadas y hasta asustadas por el inmenso monstruo blanco).
Una a una, las tortugas fueron arrastradas por las olas, introducidas en un mar que no conocían pero en el que parecían estar muy cómodas. Nadie sabe cuántas de ellas van a sobrevivir, ni cuantas mueran por el simple ciclo de la vida, ni cuantas por el ciclo que nosotros hemos alterado.

viernes, 19 de febrero de 2016

El Cabo es el Cabo

Nos fuimos caminando al centro, porque en realidad el camino es corto desde Utta, pero a los pocos pasos ya nos íbamos arrepintiendo, el sol de medio día nos agotó. Así que esperamos un carro que nos pudiera llevar.
Un señor muy gentil nos llevó hasta el Cabo sin cobrarnos y con aire acondicionado. Nos tuvo escuchando una y otra vez la canción de los perritos del Cacique de la Junta. 
En el Cabo tuvimos la oportunidad de hacer una hora de Kite Surfing, es como la nueva moda en este tipo de deportes acuáticos. El Wind surfing, según nos avisaron, casi no se practica ya y al menos en el Cabo no vimos a ninguna persona haciéndolo.
Nos arriesgamos, ya estábamos en el departamento más al norte de América del sur, así que tomamos una clase de una hora por cien mil pesos. Si no se necesita instructor cobran ochenta mil por el alquiler. El curso completo lo ofrecían por ochocientos mil, por si les interesa.
El encargado resultó ser un caleño muy gentil, y aparentemente, los demás sitios de Kite Surfing eran dirigidos por extranjeros. 
Nos asignaron los instructores, dos niños Wayúu (a mí me tocó el paciente que me gritaba: ¡no te frustres!. No te frustres tú, le decía yo y nos reíamos). Nos enseñaron lo básico del deporte, lo que su hermanito de nueve años ya manejaba a perfección. ¿Qué es lo que más aprendí?, si me lo preguntan a mí, consistió bastante en tragar agua.

Mis dos muñecas tiene su pendejadita, por lo que me costó bastante, y aunque nos advirtieron que no era un deporte de fuerza, sí lo es un poco, hay que tensionar, girar, sostener pero no deja de ser increíblemente apasionante. ¿Cuántas oportunidades tiene uno en la vida de jugar con el viento y el agua al tiempo?
Tampoco es que sea el más fácil de los deportes, y eso que de Kite Surfing, solo hicimos la mitad, la clase no alcanzó para montarnos en la tabla (menos mal, yo no podría coordinar nada adicional a lo que ya hacía). Y ahí vino el cansancio, y sentirme vieja, frustrarme por no haber aprendido tanto, aunque nos hubiera advertido que en una clase habíamos avanzado lo que se avanza en cuatro. La paciencia llega con los años; uno se conforma, decía mi abuelita. Me faltan días de viaje en esta vida para aprender.
Algún día tal vez vuelva y me una a esa cantidad de muchachos que surcan con piruetas el aire y vuelven a caer al agua. Un lindo viaje en dos elementos.
Me despedí un poquito triste del Cabo, ¿quién no? Y aunque en esos días no tuve señal de celular (solo entra Claro y en algunos sitios Movistar), mi nomofobia se espantó, se distrajo con las bellezas que el paisaje, la gente y el clima me ofrecían. También agradecí no tener la tentación del ver Facebook, para ese momento ya se había estrenado Star Wars y yo seguía sin
verlo. No quería spoilers de ningún tipo, no hasta que lograra llegar a Riohacha a verla.
El camino de vuelta de nuevo nos llevó a Uribia donde ya había un cajero, esto es bien importante. En el Cabo no hay un solo cajero, ni datáfono ni nada parecido, por lo que es necesario llegar con el efectivo necesario.
Fue parada obligatoria en un Cineland de Riohacha (si van a comprar dos o más boletas, es más económico comprar la tarjeta, incluso si solamente es para esa vez), que encontramos casi vacío, además de otro señor, el cine fue completamente nuestro y de nuestras maletas. No corrimos con suerte, así que tuvimos que verlo en 2D y doblado al español, pero ya no había riesgo de enterarme por otros.
Además de estar cómodos en una sala de cine, también me emocionó la facilidad del agua, entrar de nuevo en un baño y ver correr el agua. Privilegios que no entendemos.
De Riohacha nos fuimos para Palomino, mencionado por todo el mundo. "No se lo pierdan", "es hermoso". Y sí, no voy a negar que lo fue, pero a riesgo de adelantarme, o tal vez de chocar con la opinión de muchos, no supera a el Cabo. Tiene ventajas, eso sí, como el agua corriente y todas las comodidades que se puedan querer y pagar, pero no el encanto de una tierra cargada todavía con sus hijos.
No me vayan a malinterpretar, no tuvimos malas experiencias, la atención fue excelente en donde nos quedamos, conocimos personas amables, comimos delicioso, pero el Cabo, sigue siendo el Cabo.



lunes, 8 de febrero de 2016

Azúcar y viento

La arena del desierto tiene pocas huellas, el viento las borra muy rápido. De vez en cuando unas huellas de moto, algunas de carros que pasaron recientemente, y las nuestras que iban muy de paso por el lugar... seguro se borraron minutos después. 
A lo lejos, se veía el prometedor Pilón de Azúcar, muy merecedor de su nombre. (¿Quién le pone el nombre a los sitios?) Una montañita con un color claro en la punta, allá llegaríamos pronto, después de pasar el calor y el viento que me hizo casi imposible la peinada por varios días. 
El pilón de azúcar le agregó colores al paisaje, un azul intenso que se suavizaba llegando a la orilla me sorprendió. Paramos a descansar a la sombra mientras bajábamos el calor, antes de empezar a subir la montañita. Compramos dos gaseosas a una mujer Wayuu con la cara pintada y que además tejía mochilas con mucha habilidad. Su sonrisa sincera carente de los dientes de enfrente también ayudó a refrescarnos, qué tranquila y segura se veía, qué suelta al hablarnos, al ofrecer los productos y preguntarnos si necesitábamos transporte de

vuelta para llamar a su primo (todos son primos de todos en el lugar). Una mujer hermosa de la que nos despedimos después de pasar el cansancio de la caminata por el desierto.
Si yo había pensado que hasta el momento el viento era fuerte, es que no me esperaba lo que venía. El viento en el Pilón me hacía retroceder, me movía sin piedad (y no, no le tengo miedo a las alturas, pero que uno sienta empujoncitos a esa altura, aterra a cualquiera). Sacar la cámara me costó bastante esfuerzo, sentía que se iba a volar, seguramente lo que se fuera con ese viento podía estar en unos minutos en otro continente (estoy exagerando, ya sé). 
De la nada salió un pequeño de uno de los lados de la montaña, nos sorprendió verlo escalar como una cabrita con un sombrero puesto (¡¡el sombrero no se le volaba!!), traía una cachucha de los Yanquis de NY y preguntaba si era nuestra. Le dijimos que no, y entonces nos ofreció sus servicios, abajo en la segunda enramada estaba su tienda con cerveza y gaseosa muy fría. Ahí nos veríamos, le dijimos, mientras bajábamos cautelosos y él se adelantaba con paso firme, con el paso de los que saben cómo caminar. 
Cuando bajamos, muchos minutos después que Simón, así se llama el niño, viví el momento más mágico de todo el viaje. Lo vimos con los brazos abiertos cantando un vallenato que parecía originarse en su alma. No necesitaba público para extender los brazos, sabía lo que quería cantar y lo expresaba sin ningún miedo.
Nos acompañó la bebida con pequeñas historias, con la certeza de que con su trabajo apoyaba a su familia. No, no pensaba irse a la ciudad, él sabe que es guajiro, él entiende que ése es el lugar al que pertenece. Son estos hermosos momentos de la vida, cuando un niño te hace reflexionar sobre las convicciones más básicas de la vida. Mi raíces... ¿las tengo? ¿Las aprecio? En los últimos meses con tanto politiquero de oficio, con tanta corrupción y la evidente falla de la democracia se me olvidan las raíces, el lugar al que pertenezco. Este niño me devolvió la fe, la convicción. Me considero ciudadana del mundo y se me olvida que fue en estas tierras manchadas de sangre, donde mi mamá se crió subiendo árboles, y donde me dejó a mí correr libre por el pasto. Unos cuantos de mala voluntad no pueden arrancarme lo que por generaciones Colombia me ha dado.
Cuando vio mi celular, me pidió el favor de que se lo dejara ver. Aprendió muy rápido cómo usarlo y empezó a ver las fotos. Sus amigos, o más bien los compañeros de trabajo de las otras enramadas, fueron a verlas también. Ninguno de ellos se sorprendió por las fotos de ciudad, por las comodidades de la capital, se detuvieron en las fotos de personas y preguntaban, ¿tu mamá? ¡Qué hermosa!, ¿tus sobrinas? ¡Qué lindas! Y, bueno, ¿qué mejor regalo que la lección de estos niños sobre lo que de verdad importa? 

Quiero hacer un posdata al post. Algo bien notorio en la Guajira es que la gente se siente pertenecer a
esta comunidad, no a Colombia. Cuando llegamos a Camarones el Chino nos comentó que Andrés Cepeda había estado hacía poco en la Guajira porque la Voz Kids la había ganado un niño, pero no estaba seguro de si el niño era colombiano. Las placas de los carros son diferentes. Ellos han creado una nueva comunidad, y ¿cómo cuestionarlos? Un gobierno que los ha abandonado por décadas, que los ha desprotegido obligándolos a crear sus propios sistemas, a pasar necesidades por culpa de la corrupción. Han volteado la cara e ignorado la muerte de los niños a causa de desnutrición... y esa misma situación, creo yo, es la que, en lugar de inyectarles las ganas de partir, les aumenta el sentido de pertenencia. Curioso, ¿no?

lunes, 1 de febrero de 2016

Al fin al Cabo

Llegamos a la ranchería Utta cuando el sol ya se estaba poniendo. Solo quedaba una enramada que a un lado no tenía enramada (curiosamente).
Los precios de las hamacas y chinchorros eran 5000 más que en los de caracoles. Decidimos quedarnos, en principio porque quedaba más cerca del faro que el resto de lugares en el Cabo después nos cambiamos, dijimos).
Debido a que queríamos llegar al Faro para ver el sol ponerse, y el check-in podía tardar, pedimos que nos guardaran las maletas y nos permitieran hacer el papeleo después, con la buena sorpresa de que nos dieron una chocita, una tienda en desuso para guardar las maletas (golpes de suerte, digo yo, pues tuvimos un sitio con dos enchufes eléctricos, protegido de la brisa donde podíamos colgar toallas y demás) y salimos a hacer la caminata hasta el Faro, y aunque no logramos ver todo el atardecer desde arriba, contemplamos al sol hundirse en el mar y al cielo cambiar de colores.
Nos devolvimos en medio de una oscuridad casi total, interrumpida por carros y motos que de vez en cuando paraban a ofrecer sus servicios o a mirarnos preocupados ¿a qué locos se les ocurre andar caminando en plena oscuridad del desierto? Pero, ¡hace mucho no gozaba de tanto silencio!
Un poco desubicados logramos volver a la ranchería en donde probaría por primera vez la
chicha de allá .Los precios en la comida estaban alrededor de los 15000, pero lo que inició mi paseo culinario, fue una langosta al ajillo por $35000 de muy buen tamaño. La ranchería también ofrece platos característicos de la región. Los platos Wayuu tienen mucho pedido, y aunque a mí no me gusta para nada el chivo, estaba bien cocinado y el queso de la región, una combinación entre campesino y costeño, estaba muy bueno.
Tengo que confesar que la dormida en hamaca no me llamaba mucho la atención, las veces que lo había hecho amanecía con un dolor de espalda
bastante molesto, pero esta vez mi compañero me aconsejó acostarme en diagonal,con la hamaca templada, y fue una noche bastante buena (eso sí, es recomendable llevar una cobija delgada para la madrugada). Debido a la brisa es raro encontrar zancudos, y estar al lado de una playa con mar tranquilo resultó encantador. El par de veces que desperté se debió más bien a la mala suerte, o más bien digamos "circunstancias poco favorables", de las que hacen historia.  Una perra se encontraba en celo y tenía por hogar la ranchería; por ello mismo, además de la perra, teníamos visitas de un promedio de diez perros, que iban sumando más a la causa (los que lograban su cometido se iban, pero prontamente eran reemplazados). Interrumpía el sueño los gruñidos de los perros,
o los llantos de la perrita que bastante me torturaban, ¿que hace uno ahí? Ella buscaba la protección de las personas, y muchos de la ranchería la defendían (incluyéndonos) tirando piedras de advertencia a los perros (no a ellos, sino cerca, para asustarlos), pero ellos, llevados por los instintos, volvían a sus andanzas. La mayoría de ellos tenían heridas profundas que, pensé, eran hechas por los otros perros, hasta que notamos que era la perra la que más los mordía y arañaba (la perrita es la que se cubre en del sol en la foto).Quisiera contar un desenlace feliz a la historia... pero, usualmente estas historias no terminan, me imagino que la perra anda ya cargando cachorritos en la panza.
En Utta hay lavamanos, abrir la llave y que salga agua, a esas alturas, es una sorpresa. El agua de
los baños es semisalada (como la de camarones) y se encuentra en tanques con una tacita para usarla después de usarlos. El agua dulce para bañarse se encuentra en un pozo, y hay que que sacarla y cargarla un par de metros hasta la zona de "duchas" que, a propósito, es una zona hermosa para bañarse de noche, pues no tiene techo y se pueden ver las estrellas que iluminan el cielo negro sin nubes, un espectáculo imperdible.
El personal de Utta es bastante agradable, está conformado por personas de la comunidad Wayuu y otros guajiros. Cuando les pregunté la ruta para ir al Pilón de Azúcar (plan obligatorio al ir al Cabo),
nos ofrecieron llamar motos que cobran 5000 el trayecto por persona. Se sorprendieron al escuchar que queríamos ir caminando (si voy al desierto quiero conocerlo caminando). Temían que los rolos se derritieran bajo el sol pero no me arrepiento.
Salimos temprano para esquivar el sol en lo posible. Nos pronosticaron hora y cuarto, que se volvió hora y cuarenta con la toma de fotos, contemplando la hermosa inmensidad de arena, las pequeñas rancherías que están al lado del camino, los animales sigilosos que caminan debajo del sol (¿ven la lagartija azul de la foto?). Resultó ser una sorpresa encontrar algunos trozos de verde en este paraíso, después de casi cuatro años de ausencia de lluvia resulta ser un milagro encontrar pequeños oasis que se niegan a desaparecer. Los paraísos son necios.