domingo, 24 de enero de 2016

Un paraíso

Tomamos un carro que nos llevó hasta Riohacha, en donde hicimos una parada obligatoria en la plaza
de mercado. Como en cualquier lugar de Colombia, el mercado está lleno de gente, de carros, de ruido. La plaza de mercado del lugar define mucho de la idiosincrasia. La gente del común, los negociantes, la comida, la fruta que se da, etc, etc.
 Desayunamos dentro del sitio, en un puesto que estaba muy bien montado con ollas, fogones, mujeres de caderas grandes picando cebolla, preparando pescado, todas muy activas y rápidas. La que parecía la dueña del lugar, la mayor, nos dio el menú: salpicón de pescado, sopa de bocachico y carne en bistec (me fui por el último
y no me arrepentí en lo absoluto). El puesto del lado nos proporcionó jugo de zapote (que no es la misma fruta conocida en el interior) y fue un desayuno poco usual, pero delicioso, que nos permitió partir con fuercitas, buscar el sitio de carros de transporte a Uribia en medio de tanto calor. El precio del pasaje es de $15000 y no hay descuentos y está bastante bien, porque los carros son buenos y tienen aire acondicionado, que aunque a mí no me gusta, a esas alturas del partido ya lo estaba agradeciendo. El precio del pasaje varía con el de la gasolina.
Uribia, la capital indígena de Colombia, parece más bien un lugar de paso, me parece todavía increíble que haya gente viviendo en un sitio tan caliente. A quince minutos está Manaure, por donde no pasamos debido a un paro de obreros de las minas.
Es necesario pasar por Uribia para ir a el Cabo, tienen extensa venta de gasolina en las calles que traen de Venezuela y resulta bastante más económica.
Apenas bajamos del carro, nos rodearon más de diez vendedores ofreciéndonos sus carros para ir a el Cabo, tuvimos que recuperar las maletas de varios que ya las iban a subir a sus caminonetas. Les advertimos que quien nos llevara tendría que esperar mientras dábamos una pequeña vuelta por el centro, y mientras comíamos algo.
Uno de los vendedores aceptó el trato, dejando el pasaje a 12000 (un descuento de tres mil pesos). Es posible negociar, pero los únicos que bajan el precio son los carros muy grandes y viejos.
Pasamos por el centro, la iglesia (debe ser herencia de mi mamá, siempre me gusta ver las iglesias de los sitios a donde voy), y luego paramos a desayunar en la única panadería que vimos. Cuando íbamos de vuelta, fue aquí, en Uribia, donde compré una botella de chicha por mil pesos (la chicha de este lugar no es fermentada y está hecha a base de maíz), y me arrepentí de no haber comprado varias más, es deliciosa.
En la mitad del desayuno llegaron a recogernos, nos estaban esperando para arrancar. El carro era uno de los más grandes llevando pasajeros, tablas, colchones, cajas, maletas y una cantidad considerable de extranjeros sudando y
acomodados como sardinas enlatadas. Me dio claustrofobia nada más de imaginarme entre tanta gente en un lugar tan estrecho por dos horas y media (que se convertirían en mucho más), pero en este viaje teníamos angelito, y el que nos vendió el pasaje nos dijo que íbamos adelante, lo cual para nosotros, era la primera clase.
Resultamos viajando tres en la parte de adelante, cuatro con el conductor. El otro personaje se apoderó de la ventana, pero no nos molestó, era un anciano Wayuu con un bastón y un brazo lastimado, que hablaba una mezcla de español y su lengua. A él lo vinimos a conocer un poco
después cuando (como era de esperarse en estas
carreteras tan secas y desérticas, siendo llevados por un carro que cargaba varias veces su peso) se pinchó el carro.
Salimos, a diferencia de los que iban atrás y tuvieron que quedarse encerrados. Quedamos cerca de los rieles del tren y no me puedo quejar de la hermosa vista que disfrutamos por algunos minutos. Hablamos con el wayuu para informarle de nuestro recorrido, de los precios que manejamos los del interior y le dimos agua a los cinco que despinchaban (no para que tomaran, sino para las llantas).
Después de varias horas de un largo recorrido,
llegamos al cabo, una extensión gigante de arena con pequeñas rancherías, y tuvimos la suerte (digo yo), de conocer muchos lugares, pues queríamos ir hasta el lugar más apartado la Ranchería Utta, que queda como a veinte minutos del pueblo.
Nuestro vendedor nos dijo que era mejor que nos quedáramos en los Caracoles, pues era mucho más cercano y más barato. Era un lugar realmente bonito. Todas las hamacas (a $10000) y chinchorros (a $15000) estaban en un segundo piso y el mar estaba a solo unos pasos. La mayoría de los hospedados eran extranjeros. También ofrecian habitaciones por $30000 con aire acondicionado en las horas en las que hay luz (porque la energía no la tienen constante, sino tres veces al día). Consideramos la opción, pero decidimos ir hasta el final, a conocer la recomendación que me habían hecho... y bueno, ya les contaré por qué nos quedamos.
Lo importante, por ahora, es que entendí que un paraíso no es exactamente lo que nos venden en la televisión del bar abierto, de la perfección. Es esa belleza impasible a pesar de las duras condiciones.

miércoles, 13 de enero de 2016

Flamencos!

Una de las razones por las que también me ilusionó la parada en camarones es el parque natural de los
flamencos. Desde que llegamos nos ofrecieron el tour, pero el primer vendedor se portaba un poco agresivo y hablaba de precios de alrededor de 70000. Rechazamos la oferta y dejamos para después de armar la carpa la decisión. Ya sabíamos que haríamos el tour el día siguiente muy temprano, los rolos al sol se tuestan. Unas horas después se nos acercó un hombre gordito, de rasgos muy marcados y sonrisa constante. Se identificó como miembro de la comunidad Wayuu, y nos ofreció sus servicios como guía en el santuario, luego de negociar, fijó un precio de
quince mil por persona y nos recogería a las seis de la mañana del siguiente día.
En la tarde del primer día, recorrimos la playa, descansamos suavecito, disfrutando de la brisa (que es bastante fuerte, o lo era, porque después de sentir la del Cabo la medida de brisa fuerte cambia notablemente). Por el camino encontramos esquivos cangrejos, gaviotas, y un pelícano. Una playa solitaria y al final un hermoso barco hundido. Después nos enteraríamos que estando encallado se hundió. Emprendimos el camino y nos alcanzó el primer guía, un tanto agresivo, y le dijimos que ya
habíamos concretado con alguien más. Dijo que era imposible, que habían turnos y que pasaría a recogernos al día siguiente por 70000. Le dejamos claro que seguiríamos con nuestros planes iniciales y se fue enojado.
Al día siguiente, y muy a las seis de la mañana, nos recogió "el Chino", y nos contó que los turnos son mal repartidos, y relegan en muchos casos a la comunidad Wayuu; sus miembros tienen mucha menos opción de trabajar, así que deciden por ellos mismos trabajar de manera independiente, aunque esto es un decir; la
cooperativa que se encarga de los recorridos les cobra diez mil pesos por salir (sin devolverles en ningún caso algún tipo de beneficio), y los que (como el chino), no tienen embarcación tienen que rentarla por diez mil más a alguien que sí la tenga.
Y con todo y la difícil situación para un indígena de una comunidad a la que han estado acosando por años, el Chino empezó un recorrido por el pequeño lago de Camarones en búsqueda de los flamencos de la manera más amable y jovial.
En el lago no está permitida la entrada a embarcaciones de motor, y está repleta de camarones (razón por la que los flamencos están felices en este lugar).  Como información general, los flamencos son rosados porque comen
animales rosados, como el camarón. En las conversaciones que sosteníamos en la barquita, se me ocurrió proponer que las garzas blancas, entonces, son come arroz (ya sé, chiste malo). El pozo tiene menos de cincuenta centímetros de profundidad, por lo que, más que remar, se impulsaba la balsa con el palo en piso.
La mayoría del tiempo los flamencos están cerca del sitio donde se embarcan los pescadores, yo digo que tuvimos la suerte de que estuvieran un tan lejos, pues tuvimos más tiempo de recorrer y hablar con el Chino. De pronto, y a lo lejos, se
vio una sombra sobre el agua, de un rosado intenso, eran ellos divididos en tres grandes grupos.
De manera muy sigilosa, el Chino se fue acercando, y entre más cerca estábamos, los animales más pendientes de nosotros. Y por fin, al notar nuestra cercanía, empezaron a volar y a reagruparse en otros lugares, prestándonos un espectáculo imponente. Sus largas alas de borde negro, sus patas largas que recogían con suavidad y lentitud. Un espectáculo que la Guajira me permitió vivir en primera fila.
Al regresar le ofrecimos a el Chino una bebida, y nos pidió una botella familiar, no se sentiría bien si come algo que su familia no, nos dijo. Con tres hijos y una esposa, nos confesó que se sentía mal de haber abusado del alcohol por muchos años y ahora era un hombre de familia. Infortunadamente la gaseosa se quedó para el siguiente encuentro. Una hora después y en su moto, nos buscó con un amigo para llevarnos a la carretera a Riohacha después de pasar por una tienda, pero tal vez lo olvidó y arrancó después de que le pagamos sus servicios.