miércoles, 30 de diciembre de 2015

Pa'l norte

Empiezo a escribir y debo admitir que me afano un poco. Han pasado tantos viajes por mis zapatos sobre los que no he escrito... no me quiero excusar con los trabajos para ganar el diario, o los bloqueos literarios, y por eso retomo hoy, porque siempre el primer paso es el más difícil.
Antes de terminar el año me puse la meta de conocer (o reconocer) la Guajira. Primer puse la fecha de mi cumpleaños, pero se me cambiaron los planes por un tema laboral (de ese que cae del cielo y cómo ayuda). Afortunadamente las doce campanadas que anuncian el primero de enero del 2016 no llegaron antes de mi viaje.
Otra cosa bonita que debo destacar de este año, es que conseguí compañeros de viaje, y, debo confesar, de paso descubrí maneras muy diferentes de viajar. 
Este 2015 también trajo para mí una sorpresa que no esperaba, por cuestiones de azar y suerte, una pequeña gatita llegó a acompañarnos a mi mamá y a mí. El único inconveniente a la hora de viajar era, ¿Qué hacer con Haruki? No sé qué tanto fue consecuencia de mi entrenamiento, pero busqué relacionar a mi gata con otros ambientes (la llevo al veterinario en bus, la saco a que conozca los lugares cercanos a la casa y la dejo libre), ella es
muy tranquila y se deja transportar en una mochila sin mayor problema, pero, ¿qué serían para ella ocho horas de viaje hasta Santander?
La pequeña Haruki resultó responder muy bien y, aunque se aburrió pronto del guacal, estuvo las horas en bus muy juiciosa y dormilona. Tengo una gata viajera, descubrí, y al mismo tiempo entendí cuánto mi actitud la afecta a ella, cómo responde a mis sentimientos. Es increíble lo que podemos transmitirle a un animal (y viceversa).
Haruki se quedó en Piedecuesta adaptándose a su nuevo y temporal hogar (del que hoy parece dueña y señora) y nosotros emprendimos un viaje de Bucaramanga a Santa Marta (una muy buena solución para viajar por tierra en bus, pues los pasajes a Riohacha a veces son difíciles de conseguir o tienen pocas salidas).
Un desayuno pequeño (la terminal de buses de Santa Marta no es muy buena en desayunos pero es clave preguntar precios antes de pedir, en especial si uno no tiene piel para parecer lugareño), y seguiríamos el viaje la meta, El Cabo. Pero la noche anterior, una charla con unos amigos me había dejado un nombre en la cabeza. Hablaban de Camarones, de las playas de Camarones. En el mapa lo situé y vi que quedaba de camino, que un parque nacional estaba en sus límites. Mi compañero de viaje accedió más que emocionado a cambiar los panes por una corazonada. 
Después de un mototaxi de dos mil pesos, empieza una de las partes que más dudas abren y me permiten si me demoro un poco buscando dar información útil a quienes quieran viajar. Casi todo es negociable en estos sitios, la mayoría de personas dan un precio más alto, así que pedir rebaja es una opción válida. En camarones hay un par de enramadas a escoger (después vimos unas cabañas alejadas de la zona, pero los precios eran muy altos).
Pudimos al fin acampar por seis mil cada uno y se pagan mil pesos por cada balde de agua "dulce" que se necesite (ya les contaré por qué las comillas). Las hamacas las ofrecían desde diez mil, pero no es una buen a opción a menos de que ofrezcan toldillo. Aunque la gente del lugar dice que hay poco zancudo, adivinen cómo se ponen los bichitos cuando ven sangre cachaca (ni idea qué tenemos para que nos la monten tanto), y a eso de las cinco de la tarde llega una bandada de mosquitos que se dio un banquete con nosotros a pesar del repelente. También hay opciones de habitación de las que no puedo dar fe.
Los restaurantes del lugar tienen más o menos los mismos precios y presentaciones, un promedio de 15000 por comida.
Desde que los mototaxis nos dejaron, se nos acercaron vendedores a hacer las propuestas, es mejor no quedarse con la primera. También nos empezaron a seguir dos pequeños de la comunidad Wayuu, ofrecían manillas muy bien hechas a mil pesos y otras más complejas a dos mil (el sitio donde más baratas se encuentran en la Guajira que recorrí).
Yo andaba perdida en la belleza de los niños de pómulos marcados, de piel chocolate, y del lenguaje que usaban entre ellos entrecortado con risas (obviamente les debemos parecer chistosos con maletotas, rojos, sudorosos y ellos muy frescos, sencillos, sin más equipaje que una mochila). De cualquier forma ayudaron a montar
la carpa y preguntaban para qué servía todo. Les dije cuán orgullosa me hacía sentir que continuaran con sus tradiciones, que conservaran su idioma, y que hablaran dos idiomas siendo tan pequeños (aunque sea por la necesidad y la falta de oportunidades debido a un gobierno indiferente).
Al final (y me arrepiento), no tuvimos sencillo para comprarles las manillas y no volvieron, pero nos pidieron unos jugos que llevábamos. En estos sitios no hay mucha variedad de productos. Después de ellos vinieron otros pequeños pidiendo dinero para un "boli" (refresco, vikingo), y por fin otro pequeño que estaba muy pendiente de lo que hacíamos. A éste último que no pedía dinero sino que le enseñáramos para qué servía todo, resultó aprendiendo a usar la máscara de snorkeling, y enseñándonos sus "juguetes", que iban desde semillas de árboles hasta botellas. Cada vez que nos metimos al mar, abandonó su ropa y se quedó en calzoncillos para ir con nosotros. Y, bueno, en los niños no he perdido la esperanza. 

sábado, 22 de agosto de 2015

De vuelta a la realidad

Quería alargar los minutos que me quedaban, grabar en mi memoria cada rincón del Magdalena. En el puerto me puse a escribir las memorias que aún quedaban sueltas, las salvaba de ese horrible monstruo del olvido. Y mientras observaba como un hombre sacaba agua del río en baldes, escuché un susurro que parecía dirigirse a mí. "Qué linda que te ves pensando", me dijo un señor, "quisiera sacarte una foto y mandártela por guasá". No pude evitar la sonrisa, y la pena que me dio traté de darle las gracias y de parecer natural. Ese hombre cerraba la magia, ya todo se estaba desvaneciendo.
En el viaje en bus había comprado unos quesitos recomendados que me hicieron el viaje más llevadero. A la hora de subir al Ferry,esperando la misma bienvenida que hacia Mompox, me estrellé,la gente iba seria y nadie respondió mis sonrisas o saludos. Quiero pensar que no escucharon ese hilo de voz mediocre que sale de mi timidez.
En el piso de arriba ya no habían muchas sillas, así que si el sol salía me iba a quemar. Tal vez fue mi energía la que
empezaba a atraer cosas no tan bonitas; la silla que me tocó tenía la hamaca a una distancia suficiente para que me golpeara de ida y vuelta. A mi lado se sentó una mujer con una niña que se aburrió en los primeros cinco minutos y comenzó a llorar, a desesperarse, a tratar de mandarse por la borda. El Ferry entero veía con ojos de pocos amigos a la pobre mujer y yo recordé el regalo que me hicieron en Cartagena antes de partir. Una pequeña chivita. La saqué de la maleta y comencé a jugar con la niña (una princesa con esa combinación hermosa de estos lados de la costa; el pelo claro y la piel morena) y logré paz por algo más de quince minutos. Luego los llantos volvieron y la gente mostraba la hostilidad en la cara, en los ojos. Incluso una niña que estaba en la fila del frente se aventuró a reprocharle el llanto a la incómoda criatura.
La chiquita tenía hambre,sed... esta vez no abrieron la tienda, me quería quejar con Florentino por semejante descuido (así me animaba, pero ya sentía que Macondo se me iba de las manos). De pronto unos militares que estaban en el piso de
abajo subieron y entonces todo fue silencio. Seguro eran soldados enviados a buscar a Aureliano, me dije, como para espantar la nostalgia de los días anteriores, pero nada sirvió para apartar la pena de haber dejado Mompox.

Cuando llegamos a la orilla fui la última en subirme al bus y noté que no habían puestos libres. Mi silla tendría que compartirla con dos niños que solo habían pagado un pasaje. ¿Que si me molesté? ¡Un montón! Yo tenía derecho a la comodidad completa, pagué mi pasaje, dijo mi rabia. No me pudo haber pasado mejor cosa para volver, estaría más de cuatro horas tratando de caber en un pequeño puesto con dos niños ya grandes. Hicimos tratos con la niña, a veces yo iba sentada en el piso del bus, a veces ella. De vez en cuando intentaba que su hermano la cargara, pero no  era una opción viable, el muchacho ya en el borde de la adolescencia tenía un pantalón de dos tallas menos.
Emocionada, la niña, me contó que salia por primera vez de su caserío y que se encontrarían con su padre en Cartagena. ¿Ya llegamos?, preguntaba cada media hora.
Aunque la experiencia me cogió desprevenida, venía yo de un lugar mágico, me ayudó a entender un poco más la realidad. Yo,acostumbrada a llamar las cosas como mías, privilegiada en muchos aspectos, tuve varias horas para preguntarme si de verdad el puesto era mío. Y sí, era mi dinero el que pagó el pasaje, y el dinero lo conseguí trabajando como "mano de obra calificada", pero fueron mis padres quienes me soportaron mientras estudié para ganar los conocimientos que me permitieron tener un trabajo y pagarme un asiento para mí sola. La niña no tenía estos privilegios, y sus padres probablemente tampoco. La ropa de la niña tampoco era de su
talla. Recordé ese dicho muy común entre muchas personas de "los pobres son pobres porque quieren, por perezosos, a mí nadie me regaló nada...", y entonces descubrí que a mí sí me regalaron mucho, que Dios o el universo, me asignó un lugar en el mundo, no millonario, pero sí lleno de comodidades que no tienen la mayoría de personas. Nunca me he levantado pensando en qué comeré el día siguiente y jamás he pasado una comida por falta de recursos. La silla no era mía, por casualidad yo tenía la habilidad de pagarla y la pequeña no. Compré unas galletas y las compartí con toda la familia. La niña me regaló su sonrisa de lado a lado, algo que yo jamás podría comprar.
Después de un trancón monumental llegué al terminal. Mis amigos me esperarían en Bayunca. Tenía que buscar un bus que me llevara, y entonces terminé de caer en la realidad. Ya no más ternura y amabilidad, de nuevo estaba en la selva de cemento. Varios de los agentes de buses intentaron cobrarme 5 veces el pasaje por "ayudarme" a encontrar un bus que me llevara a Bayunca. "Es la forma segura", me dijeron, yo tomé la otra y salí a buscar por mis propios medios el transporte. Y es que no es tanto el dinero como que a veces acostumbran a estafar a la gente y no quería ser una de las víctimas de su mala
voluntad.
Me subí a un bus destartalado donde, de lejos, era lo más blanco (no lo digo con orgullo). Tuve de inmediato toda la atención del público y varios comentarios a los que decidí contestar con una sonrisa porque no entendí lo que decían. En unos minutos estaría viendo hermosas playas de la mano de mis amigos, una buena forma de reponerme de haber abandonado Mompox. (A ver si no me matan por publicar la foto)

viernes, 14 de agosto de 2015

Encuentros


Después de salir del Jardín botánico, me dediqué a caminar por el pueblo, al otro día tendría que salir
a las 5:30 am. Quería aprenderme los caminos de piedra, grabarme los detalles del hermoso pueblo, el Macondo en sus mejores épocas. Me detuve un rato a observar todas las entradas de Bolivar en Mompox, grabadas en piedra como para no olvidar. Pero además de esta piedra, me sorprendió que hay un Jardín de Santander, un sitio del que nadie me había hablado y que se encuentra en el límite e la parte colonial. En la noche pasé de nuevo para observar la iluminación. Cerca a este lugar se encuentra la cancha de fútbol de Mompox y el límite entre el Macondo de los gitanos y el desolado. Ahí mismo es donde más alegría se escucha. Gritos deportivos, asados.
Cuando me fui de ahí pasé por la plaza más grande y encontré de nuevo al francés que estaba en el Jardín Botánico. De nuevo con su cámara envidiable y una cantidad de equipo de iluminación. Vencí la timidez y me acerqué a preguntarle qué hacía. Estaban a punto de filmar un documental de baile. En pocos minutos empezaron a llegar los bailarines (todos hombres) y los músicos ya se estaban poniendo esa vestimenta hermosa banca de tela que parece acartonada pero es suavecita, con ese pañuelo rojo apretando sus cuellos. Tambores, tambores, empezaban a golpear mis oídos.
Pero eso no me impresionó, lo que realmente me maravilló fue ver que los bailarines se ponían ropa de mujer. Faldas de pollera con encajes en colores vistosos.
Yo era de las pocas que estaba atendiendo lo que pasaba, pro a medida de que los del pueblo paseaban por las calles de Mompox se iban quedando, acumulándose en el corrillo de curioso.
Temí un poco por los bailarines, por la manera en que los tratarían. No podemos negar que el machismo es un tatuaje que nos dejó la cultura (y nos sigue dejando). Unos pocos asistentes empezaron a abuchear, a reírse fuerte. De pronto, el director se levantó de su silla con una actitud imponente y habló como si tronara. Sus muchachos habían estado de gira, representando el folclor, estaban muy cansados, no habían comido. ¿Podrían respetarlos y ayudar a terminar pronto la filmación? Y sí. la gente se calló, A modo de admiración, todos, incluso los que estaban bastante influenciados por el alcohol, disfrutaron el espectáculo sin hacer ruido. Ahí me di cuenta de que las trabas y los prejuicios los tenía yo, no ellos.
Disfruté de estos morenos bailando descalzos, sin pudor, orgullosos del
caribe en sus venas. Me iba con el más hermoso de los recuerdos, un cierre de oro para un lugar mágico.
No fue fácil dormir esa noche. Estaba a punto de irme de Macondo, no me podía llevar el Magdalena conmigo, pero me alegró la idea de que pasearía de nuevo en Ferry. Y esta vez, el viaje en verdad fue llevándome sin el menor decoro a la realidad.
Despertarme siempre es difícil, soy animal nocturno, pero lo hice un poco asustada porque conozco mi habilidad para perderme en el lugar más conocido. Me detuve a contemplar la vista desde mi hostal en la madrugada, y tuve que usar mis pulmones para despertar al casero y pagarle la última noche.
Me di cuenta de que estaba exactamente al otro lado del pueblo de donde tendría que tomar el bus, así que aceleré el paso. Pero me tuve que detener, y si ven el amanecer en la foto y les gusta, no se imaginan cómo se ve en vivo. Es más, no se lo imaginen, !vayan!
Al final de la parte colonial empecé a intentar recorrer los pasos contrarios con los que llegué. Era por una cuadra llena de polvo (todas son así), tenía un letrero, un anuncio de una muerte (las pegaron por todo el pueblo). Un perro me empezó
a seguir, el único ser vivo que parecía moverse a esa hora.
No escuchaba el ruido de los buses ni de la gente. Pero de la nada escuché una bicicleta y un señor hermoso pareció. No solo me dijo dónde era, me escoltó. Me contó de sus épocas mozas donde bebía mucho y era muy mujeriego. No lo dijo con orgullo. Después de unos segundos de silencio me dijo que estaba arrepentido, y que ahora que no tenía el cuerpo monumental de su juventud, sí trabajaba para sacar adelante a sus hijos. Me pidió que no me casara con un bebedor ni con un mujeriego, "damos mala vida", me dijo en la puerta del sitio de los buses, y entonces me pidió
despedirse con un abrazo y se fue. José Arcadio, tal vez, que se hizo el muerto y tiene sufriendo a Rebeca en alguna casa. De nuevo Lixa iba camino a Cartagena.
Esta vez cometí el error de subirme al lado donde pegaría el sol toda la mañana, y no tenía mucha opción de cambio. Lo ignoré aunque el calor estaba portándose bastante inmisericorde con esta pobre rola. Esta vez nadie sonrió al subirse al bus, y era obvio, estaban dejando Macondo. Yo tampoco tenía muchas ganas de sonreír. Intenté garabatear un rato, luego leer, y dormir. Este viaje me estaba molestando y ya tenía hambre. Recordaba el salchipapa que no me había alcanzado a comer entero la noche anterior y me atormentaba. Cuando llegamos al puerto, el sol estaba amargado y metido entre las cobijas de las nubes. Lo agradecí, pero también noté cuán diferente lucía el lugar. Si uno abandona Mompox todo empieza a perder la magia.

domingo, 9 de agosto de 2015

El jardín olvidado

Almorcé despacito a la orilla del Magdalena, protegida por la sombra de un gran árbol que dejó caer
algunos retazos de piel de iguana sobre la mesa. Y aunque mis sentidos estaban pendientes de ver una de ellas, seguramente andaban burlándose de mi poca agudeza para comprobar su existencia. Al menos varios pájaros se hicieron visibles inflando sus buches para tomar aire y cantar más fuerte, o simplemente orgullosos de ser observados. También algunos de ellos se acercaban más a una caseta flotante que usan los niños para tirarse al agua, para mojar sus vacaciones.
Desprovistos de cualquier traba mental sobre los peligros del río, y armados con los más rústicos icopores, llegó un grupo de muchachos en plena adolescencia, con el acuerdo de calentar con lagartijas, y una suerte de maniobras entre las sillas de la casetica. El agua del Magdalena parecía muy tranquila y plan, lista para recibirlos.

Cuando acordaron que ya era suficiente decidieron entre ellos quién iría primero, y dos valientes se lanzaron en un perfecto clavado. La corriente invisible los arrastró varios metros en tan solo unos segundos, y ellos, ya diestros en la natación del río, se fueron acercando cada vez más a la orilla. Los perdí de vista. (El siguiente día encontré la escalera por la seguramente subieron). En medio del calor que intentaba espantar agitando el sombrero los envidié, no tanto por divertirse (aunque sí un poco), no tanto por refrescarse en un día que superaba los 38 grados (aunque por supuesto sí por esto), sino porque ellos tenían el valor que yo no, de tirarse
en un río revuelto y cargado con la arbitrariedad de tantas personas,empresas y gobierno, cuento las formas, las maneras de contaminación y lo extraño que me vería lanzándome al agua con ellos y no hago, infortunadamente.
Abandoné el resguardo del árbol y caminé calles típicas del Coronel no tiene quien le escriba. El polvo se me pegaba en las sandalias, pero todo permanecía en una paz especial y un silencio típico de un partido de Colombia-Venezuela donde todos están encerrados frente al televisor. Lo único que no preví fue el hecho de perderme en las calles de este Macondo de post-hojarasca. De milagro encontré a una mujer suelta por las
calles que me se animó a decirme por donde quedaba el Jardín Botánico de la ciudad. Pregunta por "nesto", ¿Nestor?, me pregunté, pero no le dije nada a ella, porque mi oído igual no hubiera entendido. (Fue una ventaja durante todo el viaje que me creyeran extranjera pues me hablaban despacito).
En un portón algo corroído toqué cinco veces, ya perdiendo la esperanza de que me abrieran. Por fin el portón metálico chilló y cacareó mientras un hombre sin camisa me indicaba que siguiera, ¿Nelson?, pregunté, y el señor asintió y me guió entre varias plantas.
Un hombre que ya pasó los setenta años me ofreció la mano para saludarme y muy despacito,moviendo las manos, me preguntó si venía con el francés, y ahí vi al europeo en pantaloneta y una Nikon que le envidié de inmediato. Le respondí que no."¿De dónde viene?", preguntó, "de Bogotá", respondí. "Pero ¿de dónde es?", "De Bogotá". "¿Y sus papás?", "De Santander", "Pero alguien tiene que venir del oriente, de Taiwan", me reí. Siempre hay la posibilidad de ser
adoptado, le dije. Se presentó como Ernesto y empezó a hacer un recorrido por el jardín botánico, a lo que ha dedicado toda su vida. Con tristeza me contó que sus sobrinos están tratando de vender el predio, y con ello se perderían las más de mil especies de todo el mundo que crecen en su Jardín. Si tengo la buena suerte de que alguien involucrado en temas de turismo o patrimonio lea el blog, agradecería pudieran darle una mano a don Ernesto, quien hace su trabajo, un recorrido fantástico y ni siquiera cobra, recibe la colaboración de los escasos visitantes.
Las plantas que tiene Ernesto en su jardín tienen orígenes en los lugares más increíbles; esta
palmera es de África, esta planta de japón, esta otra me la enviaron de Australia. Y no creo que solo sea la tierra mágica de Mompox, la energía de este hombre también debe ser una influencia gigante para ver crecer tanta diversidad de vegetación. Me enseñó a oler algunas plantas, y me mostró el tipo de plantas alucinógenas que también permite crecer porque para él no hay plantas malas sino mal utilizadas.
En el jardín también crecía una cantidad impresionante de Noni, y, cómo es la vida, tanta gente que le ve usos medicinales, y él tratando de extinguir esta planta que se come los nutrientes de las demás y crece como maleza.
Me fijé que el piso estaba lleno de mamoncillos, y cuando subí la mirada me alegró ver tantos frutos. Comencé a comer, obviamente, mientras Ernesto nos contaba que eran los favoritos de la familia de monos que vivía ahí. "Yo no los
traje, ellos llegaron y se quedaron. Lo mismo me pasa con las iguanas blancas". Ansiosa estaba yo, mirando si los veía en alguna rama, y de pronto llegaron ellos, uno tras otro, haciendo equilibrio en los cables de la luz, llegando a su casa para terminar el día.
Después de recibirle unas peras rosadas a nuestro guía, me fui yo también, agradeciéndole por ser constante con su sueño, por no rendirse y ser inspiración para mí. Después de todo, hacen falta ejemplos para armarse de valor, para no sentirse solo.
Ernesto se espantó un par de zancudos que ya no creo que le piquen, y yo me retiré sabiendo que la peor idea que se me pudo haber ocurrido fue la de ir a un sitio con tanto bicho en falda. Las piernas serían un constante recordatorio los siguientes días.

viernes, 31 de julio de 2015

Santiago no sabía

Conocía esa plaza aunque nunca había estado ahí, la conocía porque fue la que le dio cuerpo a los
personajes de la novela de Gabo. Francesco Rosi, acertadamente, escogió como escenario a Mompox para volver película. Los que han visto la película, me imagino, encontrarán conocida la casa de Nasar, y tal vez como a mí, se les vendrá a la memoria el hombre caminando vestido de blanco y perseguido por los dos hermanos Miranda... la puerta cerrada.
Una de mis llegadas a esta plaza (fueron muchas porque me quedé cerca), fue aún más linda que las demás. Dos mujeres estaban
pintando y arreglando la entrada. Me acerqué y les dije que siempre había querido conocerla por dentro (como quien no quiere la cosa), y ellas, muy gentiles me permitieron la entrada, mientras me contaban que en unos meses la casa se convertirá en una estación de venta de artesanía, un lugar para los turistas.
El segundo piso estaba cubierto por la luz amarilla del medio día, y la vista al Magdalena terminó de hacerme feliz. Rosi no hubiera encontrado un lugar más adecuado para traer a la vida esta película.
Cuando estaba dispuesta a salir les dije a las mujeres ¿Santiago ya entró? Las dos se rieron y
una me contestó que Santiago no sabía nada, que era el único que no sabía. Yo que esperaba que no entendieran mi mal chiste, me fui feliz, a sentarme frente a las rejas que cerraban pero que permitía ver el Magdalena pasar.
Este mismo lugar es el puerto que se usó en algunas de las tomas de la adaptación de "El amor en los tiempos del cólera", el hermoso video de Carlos Vives de "Cuando nos volvamos a encontrar" y fue también el sitio de desembarco de contrabando de los españoles por mucho tiempo, un lugar escondido, mágico y bastante conveniente. Un lugar, que una
vez descubierto fue dedicado para el comercio y remate de esclavos, para la reunión de los cuatrocientos valientes de Bolívar.
En la noche la plaza se cubre de luces de colores y música, algunos sitios de comida y una especie de triciclos (cuyo mecanismo no entendí) para distraer a los niños. La imagen de los cachacos y extranjeros tratando de mover las caderas con el reguetón que un DJ pone, me comunica un sentimiento de extravío. No es que yo sea aburrida (o puede que sí), es solo que me actualizaron Macondo y me lo pusieron a la altura de cualquier otro rincón en el mundo.
La última noche estuve comiendo en la plaza, un salchipapa curioso, pues no solo es la salchicha y la papa, sino una capa de queso y una ensalada gigante encima. Además de la cantidad exagerada de la comida, lo que me estaba indigestando era el ambiente. La sonrisa me volvió cuando una pequeñita momposina pasó con su mamá y les enseñó a todos cómo se baila cuando se lleva ritmo en la sangre, cuando bailar es casi tan natural como respirar; en esos momentos sé que soy más cachaca de lo que parezco.
La iglesia de la plaza es también un templo hermoso y,de a poco, entendí la razón por la que es un pueblo tan religioso. Cuando entré en una misa, lo primero que me llamó la atención fue una mujer cargando en brazos a una niña de no más de tres años. Dos mujeres en el púlpito cantaban animadas "Yo buscaba gozo donde no lo había, y al fin en él lo encontré". La pequeña agitaba los brazos emocionada y observaba a su madre moverse de lado a lado, yo veía a la madre contonear las caderas como en cualquier fiesta (y es que era una fiesta), y los pequeños y ya coordinados movimientos de la niña que aferraba un chupo con los dientes; la misa era una fiesta de la que
ella empieza a hacer parte, adorar a Dios es un placer de esos que no necesitan más que alegría para ser disfrutados. Comparé con envidia el recuerdo de mis años infantiles de misa, de esa larga hora en la que recibía un regaño por quedarme dormida, de las palabras repetidas y monótonas del cura (colegio de monjas, le llaman). Sonreí porque quién no iba a sonreír con la pequeña y sus aplausos, ella me sonrió de vuelta; compartía su alegría conmigo. De repente el cura comenzó un recorrido con una gran Custodia dorada, asegurándose de que nadie quedara sin la oportunidad de tener cerca el objeto. Los feligreses se persignaban cada vez
que pasaba por su lado con la alegría de tener el privilegio del objeto sagrado, se sentían parte de algo. Las ancianas cerraban sus ojos con fervor mientras intentaban seguir la letra de la música con sus labios, inventando palabras y pegándose al final de las predecibles. Una mujer en la primera silla parecía bastante extraviada en las letras pero intentaba traducir con los movimientos de sus manos el significado de la canción. Cuando la canción solicitaba que el espíritu se quedara con ella, lo invitaba con sus manos mirando al cielo, rogando por que se hiciera verdad.
Esta pasión, esta manera de vivir, de creer,de hacer con gusto puede ser la clave de vivir, ¿qué sería de la humanidad si le transmitiéramos esas ganas a todo? Gracias a la vida he tenido la oportunidad de cruzarme con personas que entienden esa pasión y luchan por ella.


viernes, 24 de julio de 2015

La muerte en Mompox

Hace dos entradas recibí el hermoso comentario de un lector del blog aclarando la diferencia entre el
mito que corre en Mompox sobre la iglesia de Santa Barbara y la verdadera historia. Le contesté, muy feliz de tener estos encuentros con lectores, y desde entonces he estado pensando al respecto. Más que hacer una recopilación de la historia (para lo que siempre fui muy mala),el blog intenta recoger las leyendas, la cultura popular, esas cosas que se conocen en la voces del pueblo cuando se camina entre él. De tener lectores que puedan enfrentar las leyendas con la realidad, sería este un blog muy nutrido, y espero que en algún momento suceda.
Esta, gratamente es la entrada número veinte del blog, y sigue en Mompox, esta vez empezando con un compañero de escritura (el grillito que no me pude quitar en casi dos horas de la camiseta), y desde el impresionante cementerio del pueblo. 
Ese inicio hermoso blanco e imponente abre la puerta que conecta la vida con la eternidad, las dos llamas que se extinguen o tal vez que iluminan a los que están debajo de la tierra en la memoria de los vivos o en una vida nueva. Caminar el pasillo parece casi todo un rito, quién sabe si se puede encontrar uno un costal repleto de huesos insepultos por el sendero.
Lo primero que impresiona, además del blanco que celebra las vidas que se fueron, es la cantidad de gatos que parecen haberse tomado el cementerio. 
Manuel, mi guía, me cuenta que hace unos años un hombre mandó a su hijo a Bogotá (y cuando me lo cuenta es como si me trasmitiera el castigo que debió significar para el muchacho ser enviado a estudiar a la capital). El jóven, un amante de los gatos, murió en camino por una falla
cardiaca. Entonces, por remordimiento o más bien, en homenaje a su hijo, el padre pone platos de comida para gato encima de la tumba de su hijo.
Le digo molestando a Manuel que el padre está haciendo muy mal trabajo porque los gatos parecen bastante mal alimentados, y entonces me entero de que el hombre ya es un anciano y ha estado enfermo. Yo espero que esté mejor y que los gatos sigan para siempre recordando al muchacho que no quiso jamás abandonar Mompox.
Cuando logro distraerme de los gatos que acuden a saludar, noto los bustos, los homenajes a los personajes de Mompox. Y ahí está Andrés, un bogotano (rolo, me dice con un dejo de disgusto) que fue reprendido por Bolivar por la manera salvaje en la que torturaba y asesinaba a los españoles, desmembrándolos y tirándolos al río. (Le advierto a Manuel que los rolos somos cheveres, él se ríe, creo que no me creyó.) El pueblo se quejó con Bolivar, no solo por la crueldad sino porque sus muertos contaminaban el río del que se alimentaba el pueblo. Andrés accedió y de ahí en adelante amarró a sus víctimas y les tapó la cara, así los mandó al río para que no contaminaran con la sangre. Dice la tradición oral que de niño tuvo que ver como los españoles le quitaban a su papá los testículos y se los colgaban en las orejas. Una tradición de violencia, ¿suena conocido? Andrés ahora mira al horizonte, serio y rudo, después de morir de alguna enfermedad larga como agonía (esa frase es de Gabo, advierto).
Por otro lado se encuentra, junto a la musa de a música (entiendo que no sea la de la literatura porque más que escribir parece cantar), Calendario Obeso, un poeta afro descendiente, hijo natural de un abogado y una lavandera. Gracias a su padre logró estudiar en Mompox y luego en Bogotá. En una época donde el origen y la raza definen el destino, los poemas de este momposino lo destacan por sobre muchos de "buena" familia y piel blanca, pero que no sea yo la que lo defienda, que sea él solo:
"Qué trite que etá la noche,
La noche qué trite etá;
No hay en er cielo una etrella
Remá, remá."


Ahora este cementerio alberga a todos los momposinos, pero no siempre fue así. Antes los que tenían recursos eran enterrados en el cementerio y los demás iban a una fosa común. Fue por esa época donde el peor amarillo nació en Mompox, un brote de cólera que inundó el pueblo cobrando muchas víctimas mortales. No fue hasta la visita de José Celestino Mutis que se descubrió la causa; las lluvias arrastraban al río la descomposición de los muertos de la fosa común. Fue Mutis quien ordenó que todos los entierros se realizaran en el cementerio y de esa manera el brote de cólera fue disminuyendo, aunque me imagino que Florentino siguió en el Ferry pegado de la excusa amarilla.


lunes, 13 de julio de 2015

Mompox es amarillo

 De las cosas que más admiro de Gabo es el color en sus obras. No estoy segura de si es solo mi percepción pero hagamos el ejercicio. Si le preguntaran de qué color es El Amor en los Tiempos del Cólera, apuesto a que responden que es amarilla, pero no creo que es solo la asociación de la edición clásica de pasta amarilla, es la enfermedad, la bandera, es el amor cargado de ilusiones frustradas. 
Pero esa novela, mi favorita, no es lo único amarillo en la obra de Gabo y los ejemplos son claros; las mariposas de Mauricio Babilonia, los pescaditos de oro, el ambiente caliente y el sol clavado en la mitad del cielo, los atardeceres, las luces, las lámparas. 
Hasta pisar Mompox, la tierra más amarilla que conozco, no sabía que había tanto amarillo. No dudo que en su paso por esta tierra el color se le quedara impregnado en las letras para siempre. Mi recorrido en Mompox estuvo plagado de estas maravillosas mariposas, estaban en cualquier lado, me seguían, como si se me salieran del estómago (porque las mariposas de mi estómago son amarillas), los días se veían amarillos, el centro colonial estaba plagado de casas en amarillo, la parte casi rural del pueblo estaba cubierta de polvo amarillo, las iglesias eran amarillas, las luces de los faroles en la noche
eran amarillas y se regaban por el "malecón" como indicándole al Magdalena el camino que debía seguir en la noche. Es Mompox tan amarillo que me contagió y seguro se me pegó en la piel, (varias veces me preguntaron si era de china, de Japón, de Taiwan).
Una de las primeras cosas que pregunté al llegar a Mompox fue de la filigrana, quería conocer un taller. El taller y joyería más grande y conocido se llama Filimompox. Fue el primero que visité, pero parecía que el dueño estaba teniendo un mal día, así que no me quedé mucho, pero sí admiré el trabajo manual. Al siguiente día descubrí a
algunos artesanos que venden en la calle su producción y me quedé hablando con un señor bastante mayor que me preguntaba de qué país venía, hablándome despacio y expresándose con las manos. Bogotá, le digo, y tuve que enfrentar su cara de desilusión, lo consolé diciéndole que al menos era un  poco más oriental que él.
Debido a que fui el fin de semana del día del padre, parecía que ningún taller trabajaba.
Por recomendación de mi amiga, llegué a la hermosa joyería Sam a eso de las once de la mañana. Luego de observar el trabajo le pregunté si había alguien en el taller para ver el proceso y me dijo que no, que su gente solo trabajaba hasta las doce ese día. ¡Estoy a tiempo!, le dije como desconociendo la tierra donde tomo se "toma suave". Ya no debe haber nadie en el taller, me dijo, y nos reímos. Me dio el privilegio de observar mucho más de cerca las creaciones con las que Aureliano Buendía se entretenía. 
Claro que son los mismos de los de Cien Años de Soledad,
me dijo cuando le pregunté si lo creía, "si el otro lugar en donde lo hacían queda en Arabia y no del todo a mano".
Jugué con el pez, sorprendida de la maestría con la que los construyen, del movimiento de las piezas, del diseño, de la textura trabajada en cada capa. Tengo que volver a comprar uno, le dije y le agradecí el privilegio de compartirme su trabajo.
Caminé buscando alguna iglesia abierta, feliz de mi visita a Macondo, preguntándome si este hombre sería descendiente de Petra Cotes, me la recordó su risa (como si la conociera, y bueno, es
que sí la conozco).
La iglesia de San Agustín celebraba con concierto a los padres, y los niños voltearon a mirar cuando entré. Yo les sonreí y ellos sonrieron de vuelta, con esa sonrisa confiada y tímida. Uno de los niños dejó de mirarme y concentró su mirada en una puerta a medio cerrar. Su curiosidad se hizo mía, y me escabullí por ella cuando nadie, creo, me estaba mirando. La sorpresa fue gigante cuando me encontré en la casa de los Buendía, y es que si no es así, no sé cómo es.
Un convento, me enteré cuando traspasé la puerta, y me alegré de que no hubiera nadie por ahí, me alegré de poder
disfrutar a mis anchas mientras los personajes salían de mi cabeza paseándose: Ursula llevando comida, los niños siguiéndola, y entonces José Arcadio se sentó para siempre en el patio debajo de un árbol a pasar el calor (este era de tamarindo). Esta vez no lo van a amarrar,no hará falta.
Las mariposas jugueteaban y yo no cabía de felicidad debajo de los rayos de sol que caían llevándose mi respiración. Pero ante semejante descubrimiento ¡no hay calor que afecte a esta rola!
Sali sin mirar a nadie, con esa emoción reprimida de travesura recién realizada, aunque quería correr solo caminé tratando de disimular esas cosas que explotan dentro de uno. 
Encontré otra joyería abierta pero con las luces apagadas.Un hombre venía detrás y habló como en cámara lenta haciendo rollitos con las manos "a-bri-mos-ma-ña-na". Gra-ci-as, le contesté y seguí caminando debajo del sol, y diciéndole a un momposino que no, que no me estaba derritiendo. "Pero, cómo es posible si el calor me tiene aburrido a mí", yo le sonreí con la evidencia en la cara, la emoción me quitaba el calor.
No pasarán, dice la estatua de la indígena, en la plaza de la libertad con el convento al fondo. La libertad se me hizo amarilla, este lugar liberaba mi mente.
No pasarán; un reto para todos aquellos que quieran arrebatarle la libertad a este pueblo. Pero, ¿cómo se le quita la libertad a un pueblo hecho de sueños? Construido con el mismo material de los anhelos. Los grupos al margen de la ley, y los de la "ley" han pasado, pero parece, que a diferencia de muchas otras regiones, las cicatrices son muy pocas. Y es que no sé si sea posible destruir a Macondo, no sé si sea posible robarle el amarillo.