sábado, 22 de agosto de 2015

De vuelta a la realidad

Quería alargar los minutos que me quedaban, grabar en mi memoria cada rincón del Magdalena. En el puerto me puse a escribir las memorias que aún quedaban sueltas, las salvaba de ese horrible monstruo del olvido. Y mientras observaba como un hombre sacaba agua del río en baldes, escuché un susurro que parecía dirigirse a mí. "Qué linda que te ves pensando", me dijo un señor, "quisiera sacarte una foto y mandártela por guasá". No pude evitar la sonrisa, y la pena que me dio traté de darle las gracias y de parecer natural. Ese hombre cerraba la magia, ya todo se estaba desvaneciendo.
En el viaje en bus había comprado unos quesitos recomendados que me hicieron el viaje más llevadero. A la hora de subir al Ferry,esperando la misma bienvenida que hacia Mompox, me estrellé,la gente iba seria y nadie respondió mis sonrisas o saludos. Quiero pensar que no escucharon ese hilo de voz mediocre que sale de mi timidez.
En el piso de arriba ya no habían muchas sillas, así que si el sol salía me iba a quemar. Tal vez fue mi energía la que
empezaba a atraer cosas no tan bonitas; la silla que me tocó tenía la hamaca a una distancia suficiente para que me golpeara de ida y vuelta. A mi lado se sentó una mujer con una niña que se aburrió en los primeros cinco minutos y comenzó a llorar, a desesperarse, a tratar de mandarse por la borda. El Ferry entero veía con ojos de pocos amigos a la pobre mujer y yo recordé el regalo que me hicieron en Cartagena antes de partir. Una pequeña chivita. La saqué de la maleta y comencé a jugar con la niña (una princesa con esa combinación hermosa de estos lados de la costa; el pelo claro y la piel morena) y logré paz por algo más de quince minutos. Luego los llantos volvieron y la gente mostraba la hostilidad en la cara, en los ojos. Incluso una niña que estaba en la fila del frente se aventuró a reprocharle el llanto a la incómoda criatura.
La chiquita tenía hambre,sed... esta vez no abrieron la tienda, me quería quejar con Florentino por semejante descuido (así me animaba, pero ya sentía que Macondo se me iba de las manos). De pronto unos militares que estaban en el piso de
abajo subieron y entonces todo fue silencio. Seguro eran soldados enviados a buscar a Aureliano, me dije, como para espantar la nostalgia de los días anteriores, pero nada sirvió para apartar la pena de haber dejado Mompox.

Cuando llegamos a la orilla fui la última en subirme al bus y noté que no habían puestos libres. Mi silla tendría que compartirla con dos niños que solo habían pagado un pasaje. ¿Que si me molesté? ¡Un montón! Yo tenía derecho a la comodidad completa, pagué mi pasaje, dijo mi rabia. No me pudo haber pasado mejor cosa para volver, estaría más de cuatro horas tratando de caber en un pequeño puesto con dos niños ya grandes. Hicimos tratos con la niña, a veces yo iba sentada en el piso del bus, a veces ella. De vez en cuando intentaba que su hermano la cargara, pero no  era una opción viable, el muchacho ya en el borde de la adolescencia tenía un pantalón de dos tallas menos.
Emocionada, la niña, me contó que salia por primera vez de su caserío y que se encontrarían con su padre en Cartagena. ¿Ya llegamos?, preguntaba cada media hora.
Aunque la experiencia me cogió desprevenida, venía yo de un lugar mágico, me ayudó a entender un poco más la realidad. Yo,acostumbrada a llamar las cosas como mías, privilegiada en muchos aspectos, tuve varias horas para preguntarme si de verdad el puesto era mío. Y sí, era mi dinero el que pagó el pasaje, y el dinero lo conseguí trabajando como "mano de obra calificada", pero fueron mis padres quienes me soportaron mientras estudié para ganar los conocimientos que me permitieron tener un trabajo y pagarme un asiento para mí sola. La niña no tenía estos privilegios, y sus padres probablemente tampoco. La ropa de la niña tampoco era de su
talla. Recordé ese dicho muy común entre muchas personas de "los pobres son pobres porque quieren, por perezosos, a mí nadie me regaló nada...", y entonces descubrí que a mí sí me regalaron mucho, que Dios o el universo, me asignó un lugar en el mundo, no millonario, pero sí lleno de comodidades que no tienen la mayoría de personas. Nunca me he levantado pensando en qué comeré el día siguiente y jamás he pasado una comida por falta de recursos. La silla no era mía, por casualidad yo tenía la habilidad de pagarla y la pequeña no. Compré unas galletas y las compartí con toda la familia. La niña me regaló su sonrisa de lado a lado, algo que yo jamás podría comprar.
Después de un trancón monumental llegué al terminal. Mis amigos me esperarían en Bayunca. Tenía que buscar un bus que me llevara, y entonces terminé de caer en la realidad. Ya no más ternura y amabilidad, de nuevo estaba en la selva de cemento. Varios de los agentes de buses intentaron cobrarme 5 veces el pasaje por "ayudarme" a encontrar un bus que me llevara a Bayunca. "Es la forma segura", me dijeron, yo tomé la otra y salí a buscar por mis propios medios el transporte. Y es que no es tanto el dinero como que a veces acostumbran a estafar a la gente y no quería ser una de las víctimas de su mala
voluntad.
Me subí a un bus destartalado donde, de lejos, era lo más blanco (no lo digo con orgullo). Tuve de inmediato toda la atención del público y varios comentarios a los que decidí contestar con una sonrisa porque no entendí lo que decían. En unos minutos estaría viendo hermosas playas de la mano de mis amigos, una buena forma de reponerme de haber abandonado Mompox. (A ver si no me matan por publicar la foto)

viernes, 14 de agosto de 2015

Encuentros


Después de salir del Jardín botánico, me dediqué a caminar por el pueblo, al otro día tendría que salir
a las 5:30 am. Quería aprenderme los caminos de piedra, grabarme los detalles del hermoso pueblo, el Macondo en sus mejores épocas. Me detuve un rato a observar todas las entradas de Bolivar en Mompox, grabadas en piedra como para no olvidar. Pero además de esta piedra, me sorprendió que hay un Jardín de Santander, un sitio del que nadie me había hablado y que se encuentra en el límite e la parte colonial. En la noche pasé de nuevo para observar la iluminación. Cerca a este lugar se encuentra la cancha de fútbol de Mompox y el límite entre el Macondo de los gitanos y el desolado. Ahí mismo es donde más alegría se escucha. Gritos deportivos, asados.
Cuando me fui de ahí pasé por la plaza más grande y encontré de nuevo al francés que estaba en el Jardín Botánico. De nuevo con su cámara envidiable y una cantidad de equipo de iluminación. Vencí la timidez y me acerqué a preguntarle qué hacía. Estaban a punto de filmar un documental de baile. En pocos minutos empezaron a llegar los bailarines (todos hombres) y los músicos ya se estaban poniendo esa vestimenta hermosa banca de tela que parece acartonada pero es suavecita, con ese pañuelo rojo apretando sus cuellos. Tambores, tambores, empezaban a golpear mis oídos.
Pero eso no me impresionó, lo que realmente me maravilló fue ver que los bailarines se ponían ropa de mujer. Faldas de pollera con encajes en colores vistosos.
Yo era de las pocas que estaba atendiendo lo que pasaba, pro a medida de que los del pueblo paseaban por las calles de Mompox se iban quedando, acumulándose en el corrillo de curioso.
Temí un poco por los bailarines, por la manera en que los tratarían. No podemos negar que el machismo es un tatuaje que nos dejó la cultura (y nos sigue dejando). Unos pocos asistentes empezaron a abuchear, a reírse fuerte. De pronto, el director se levantó de su silla con una actitud imponente y habló como si tronara. Sus muchachos habían estado de gira, representando el folclor, estaban muy cansados, no habían comido. ¿Podrían respetarlos y ayudar a terminar pronto la filmación? Y sí. la gente se calló, A modo de admiración, todos, incluso los que estaban bastante influenciados por el alcohol, disfrutaron el espectáculo sin hacer ruido. Ahí me di cuenta de que las trabas y los prejuicios los tenía yo, no ellos.
Disfruté de estos morenos bailando descalzos, sin pudor, orgullosos del
caribe en sus venas. Me iba con el más hermoso de los recuerdos, un cierre de oro para un lugar mágico.
No fue fácil dormir esa noche. Estaba a punto de irme de Macondo, no me podía llevar el Magdalena conmigo, pero me alegró la idea de que pasearía de nuevo en Ferry. Y esta vez, el viaje en verdad fue llevándome sin el menor decoro a la realidad.
Despertarme siempre es difícil, soy animal nocturno, pero lo hice un poco asustada porque conozco mi habilidad para perderme en el lugar más conocido. Me detuve a contemplar la vista desde mi hostal en la madrugada, y tuve que usar mis pulmones para despertar al casero y pagarle la última noche.
Me di cuenta de que estaba exactamente al otro lado del pueblo de donde tendría que tomar el bus, así que aceleré el paso. Pero me tuve que detener, y si ven el amanecer en la foto y les gusta, no se imaginan cómo se ve en vivo. Es más, no se lo imaginen, !vayan!
Al final de la parte colonial empecé a intentar recorrer los pasos contrarios con los que llegué. Era por una cuadra llena de polvo (todas son así), tenía un letrero, un anuncio de una muerte (las pegaron por todo el pueblo). Un perro me empezó
a seguir, el único ser vivo que parecía moverse a esa hora.
No escuchaba el ruido de los buses ni de la gente. Pero de la nada escuché una bicicleta y un señor hermoso pareció. No solo me dijo dónde era, me escoltó. Me contó de sus épocas mozas donde bebía mucho y era muy mujeriego. No lo dijo con orgullo. Después de unos segundos de silencio me dijo que estaba arrepentido, y que ahora que no tenía el cuerpo monumental de su juventud, sí trabajaba para sacar adelante a sus hijos. Me pidió que no me casara con un bebedor ni con un mujeriego, "damos mala vida", me dijo en la puerta del sitio de los buses, y entonces me pidió
despedirse con un abrazo y se fue. José Arcadio, tal vez, que se hizo el muerto y tiene sufriendo a Rebeca en alguna casa. De nuevo Lixa iba camino a Cartagena.
Esta vez cometí el error de subirme al lado donde pegaría el sol toda la mañana, y no tenía mucha opción de cambio. Lo ignoré aunque el calor estaba portándose bastante inmisericorde con esta pobre rola. Esta vez nadie sonrió al subirse al bus, y era obvio, estaban dejando Macondo. Yo tampoco tenía muchas ganas de sonreír. Intenté garabatear un rato, luego leer, y dormir. Este viaje me estaba molestando y ya tenía hambre. Recordaba el salchipapa que no me había alcanzado a comer entero la noche anterior y me atormentaba. Cuando llegamos al puerto, el sol estaba amargado y metido entre las cobijas de las nubes. Lo agradecí, pero también noté cuán diferente lucía el lugar. Si uno abandona Mompox todo empieza a perder la magia.

domingo, 9 de agosto de 2015

El jardín olvidado

Almorcé despacito a la orilla del Magdalena, protegida por la sombra de un gran árbol que dejó caer
algunos retazos de piel de iguana sobre la mesa. Y aunque mis sentidos estaban pendientes de ver una de ellas, seguramente andaban burlándose de mi poca agudeza para comprobar su existencia. Al menos varios pájaros se hicieron visibles inflando sus buches para tomar aire y cantar más fuerte, o simplemente orgullosos de ser observados. También algunos de ellos se acercaban más a una caseta flotante que usan los niños para tirarse al agua, para mojar sus vacaciones.
Desprovistos de cualquier traba mental sobre los peligros del río, y armados con los más rústicos icopores, llegó un grupo de muchachos en plena adolescencia, con el acuerdo de calentar con lagartijas, y una suerte de maniobras entre las sillas de la casetica. El agua del Magdalena parecía muy tranquila y plan, lista para recibirlos.

Cuando acordaron que ya era suficiente decidieron entre ellos quién iría primero, y dos valientes se lanzaron en un perfecto clavado. La corriente invisible los arrastró varios metros en tan solo unos segundos, y ellos, ya diestros en la natación del río, se fueron acercando cada vez más a la orilla. Los perdí de vista. (El siguiente día encontré la escalera por la seguramente subieron). En medio del calor que intentaba espantar agitando el sombrero los envidié, no tanto por divertirse (aunque sí un poco), no tanto por refrescarse en un día que superaba los 38 grados (aunque por supuesto sí por esto), sino porque ellos tenían el valor que yo no, de tirarse
en un río revuelto y cargado con la arbitrariedad de tantas personas,empresas y gobierno, cuento las formas, las maneras de contaminación y lo extraño que me vería lanzándome al agua con ellos y no hago, infortunadamente.
Abandoné el resguardo del árbol y caminé calles típicas del Coronel no tiene quien le escriba. El polvo se me pegaba en las sandalias, pero todo permanecía en una paz especial y un silencio típico de un partido de Colombia-Venezuela donde todos están encerrados frente al televisor. Lo único que no preví fue el hecho de perderme en las calles de este Macondo de post-hojarasca. De milagro encontré a una mujer suelta por las
calles que me se animó a decirme por donde quedaba el Jardín Botánico de la ciudad. Pregunta por "nesto", ¿Nestor?, me pregunté, pero no le dije nada a ella, porque mi oído igual no hubiera entendido. (Fue una ventaja durante todo el viaje que me creyeran extranjera pues me hablaban despacito).
En un portón algo corroído toqué cinco veces, ya perdiendo la esperanza de que me abrieran. Por fin el portón metálico chilló y cacareó mientras un hombre sin camisa me indicaba que siguiera, ¿Nelson?, pregunté, y el señor asintió y me guió entre varias plantas.
Un hombre que ya pasó los setenta años me ofreció la mano para saludarme y muy despacito,moviendo las manos, me preguntó si venía con el francés, y ahí vi al europeo en pantaloneta y una Nikon que le envidié de inmediato. Le respondí que no."¿De dónde viene?", preguntó, "de Bogotá", respondí. "Pero ¿de dónde es?", "De Bogotá". "¿Y sus papás?", "De Santander", "Pero alguien tiene que venir del oriente, de Taiwan", me reí. Siempre hay la posibilidad de ser
adoptado, le dije. Se presentó como Ernesto y empezó a hacer un recorrido por el jardín botánico, a lo que ha dedicado toda su vida. Con tristeza me contó que sus sobrinos están tratando de vender el predio, y con ello se perderían las más de mil especies de todo el mundo que crecen en su Jardín. Si tengo la buena suerte de que alguien involucrado en temas de turismo o patrimonio lea el blog, agradecería pudieran darle una mano a don Ernesto, quien hace su trabajo, un recorrido fantástico y ni siquiera cobra, recibe la colaboración de los escasos visitantes.
Las plantas que tiene Ernesto en su jardín tienen orígenes en los lugares más increíbles; esta
palmera es de África, esta planta de japón, esta otra me la enviaron de Australia. Y no creo que solo sea la tierra mágica de Mompox, la energía de este hombre también debe ser una influencia gigante para ver crecer tanta diversidad de vegetación. Me enseñó a oler algunas plantas, y me mostró el tipo de plantas alucinógenas que también permite crecer porque para él no hay plantas malas sino mal utilizadas.
En el jardín también crecía una cantidad impresionante de Noni, y, cómo es la vida, tanta gente que le ve usos medicinales, y él tratando de extinguir esta planta que se come los nutrientes de las demás y crece como maleza.
Me fijé que el piso estaba lleno de mamoncillos, y cuando subí la mirada me alegró ver tantos frutos. Comencé a comer, obviamente, mientras Ernesto nos contaba que eran los favoritos de la familia de monos que vivía ahí. "Yo no los
traje, ellos llegaron y se quedaron. Lo mismo me pasa con las iguanas blancas". Ansiosa estaba yo, mirando si los veía en alguna rama, y de pronto llegaron ellos, uno tras otro, haciendo equilibrio en los cables de la luz, llegando a su casa para terminar el día.
Después de recibirle unas peras rosadas a nuestro guía, me fui yo también, agradeciéndole por ser constante con su sueño, por no rendirse y ser inspiración para mí. Después de todo, hacen falta ejemplos para armarse de valor, para no sentirse solo.
Ernesto se espantó un par de zancudos que ya no creo que le piquen, y yo me retiré sabiendo que la peor idea que se me pudo haber ocurrido fue la de ir a un sitio con tanto bicho en falda. Las piernas serían un constante recordatorio los siguientes días.